Tribuna

fRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

Feliz Navidad, Charlie

La desacralización, la descristianización y el materialismo, emblemas del siglo XXI, han conseguido que la Navidad haya sido reducida a un impulso de benevolencia

Feliz Navidad, Charlie

Feliz Navidad, Charlie

El imaginario social, a cuya construcción contribuye cada día más el capitalismo verde, mercantil y mediático, ha hecho de la Navidad un tiempo de melancolía, nostalgia y tristeza y, también, paradójicamente, una ocasión de alegría y bienestar. Para buscar los antecedentes de esa tristeza habría que volver al siglo XIX, cuando la miseria invadía los suburbios de las ciudades industriales y cuando los niños llenaban los orfanatos.

En aquel contexto histórico surgió el marxismo y coincidiendo con él los relatos de Dickens, ese optimista vulgar, ese sentimental práctico y útil cuya tendencia era en opinión de Chesterton hacer que sus personajes fuesen felices a toda costa. Bastaría leer Cuento de Navidad, una obra menor, para calibrar su influencia en el desarrollo posterior del género navideño. Ignoro si esa fue la fuente del tópico popular que sostiene que el día de Navidad es el día más triste del año. No obstante, en Dickens los pobres se toman sus placeres con tristeza; tópico y paradoja que permanecerían en las mentalidades colectivas y en la literatura a pesar del colosal progreso material del siglo XX.

“La Navidad es una época triste y el día de Navidad el más triste del año”. Eso pensó Charlie nada más sonar el despertador aquel 25 de diciembre. Ascensorista de un edificio de apartamentos de lujo de Nueva York, cuyos inquilinos eran manifiestamente ricos, es el personaje que vertebra un cuento navideño de J. Cheever. Erigiéndose en portavoz de una clase trabajadora mal retribuida consideraba que la diferencia entre sus vidas y la suya era terrible, razón suficiente para explicar su tristeza. Sin embargo, su interpretación era incorrecta como descubriría más tarde.

El rencor social le impidió pensar con equidistancia precisamente aquel día en el que todos los inquilinos a los que recibía en el ascensor le deseaban lo mejor: “Feliz Navidad, Charlie”. Su respuesta era invariable: él no celebraba la Navidad “porque era una época triste para los pobres”. Una fórmula que negaba con descortesía la benevolencia ajena y la reciprocidad de la felicitación. Sin embargo, algunos inquilinos le hicieron partícipe de sus cenas y bebidas y le colmaron de regalos para los hijos que Charlie, mintiendo, decía tener. El día de Navidad acabó mal para él.

A su vuelta a la pensión entregó a la patrona que tenía dos hijos todos los regalos, aunque aquella buena mujer ya los había recibido de otros benefactores. Confusa por aquella avalancha decidió compartirlos con “esa pobre gente de Hudson Street”, como si ella no lo fuera también. Su benevolencia convertía en ridícula la reacción de Charlie: ¿por qué habría de rechazar que la gente le deseara el bien? ¿por qué no desearles lo mismo? “Un aura beatífica iluminó la cara de la casera cuando advirtió que podía dar, podía ser heraldo de alegría, mano salvadora en un caso de mayor necesidad que el suyo y se dejó invadir primero por el amor, luego por la caridad y finalmente por una sensación de poder”, concluyendo –como los inquilinos dispendiosos– que estamos obligados mutuamente a una benevolencia un solo y único día. La mayor felicidad conocida es la de los infelices y lo sabía bien Dickens.

Así pues, el antídoto contra el tópico es un regalo. Todos se regalan, todos sonríen, todos se quieren, todos se abrazan, todos son parabienes, todos se desean lo mejor, excepto aquellos que por motivos diversos son víctimas de una inconsistente depresión. Para sortearla, a partir del otoño comienza la agitación comercial, “la campaña navideña”, y el éxtasis consumista adornado por unas luces que no simbolizan nada.

La fiesta, que conmemora el nacimiento de quien fue anunciado por un ángel, ha quedado recluida a la intimidad de los hogares de los cristianos que todavía creen en él. La figura de un Niño ha sido hábilmente sustituida por la de un árbol artificial y un anciano de barbas blancas reinvención de una multinacional. La desacralización, la descristianización y el materialismo, emblemas del siglo XXI, han conseguido que la Navidad haya sido reducida a un impulso de benevolencia que como tal es ocasional y puede ser practicada por un santo o por un tirano. La caridad es, sin embargo, un amor incondicional y permanente a los demás, una virtud superior; y Cristo al nacer para morir por todos es el modelo de caridad perfecta. Lo que celebramos es que Cristo naciera y nos concediera una esperanza y por eso nos felicitamos mutuamente en estas fechas. Feliz Navidad, lector amigo.

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