Pudiera parecer que la gramática es un instrumento menor, que persigue sólo el establecimiento de reglas caprichosas en las que enmarcar la corrección del lenguaje. Se situaría, así, en el ámbito contingente de la estética, sin apenas otro alcance que el de acreditar la presunta cultura de quien la conoce y acata. Sin embargo, esa visión trivial no explica la constante indagación, por filósofos y lingüistas, de las relaciones inexorables que vinculan aquello que pensamos o sentimos y la concreta forma en la que lo expresamos.

Decía Unamuno que la lengua no es la envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo. La idea, sin duda, atraerá consecuencias que me exceden. Aunque alguna torpemente intuyo. Sirva de ejemplo la diferencia esencial entre sustantivos y adjetivos. Con los primeros el hombre delimita, aprehende, objetiva la realidad. En cambio con los segundos -calificativos, relacionales, de personalidad, posesivos, explicativos, demostrativos- opina, interpreta, la subjetiviza.

Josep Plá, maestro sublime del recurso, decía que fumaba para hallar adjetivos. Y es que adjetivar bien constituye un verdadero arte, una búsqueda, a veces ardua, de esa unión perfecta que, lograda, Mario Beramendi compara con el sonido redondo del cierre de un candado. Él mismo nos ofrece un ejemplo -"una cicatriz rencorosa"- de esa adhesión inigualable en intención y belleza.

Es cierto que, en ocasiones, la mejor forma de adjetivar es dejar que el relato fluya, renunciar a los adornos que lo embrollen y afeen. Ésa, la adjetivación diarreica, es por desgracia un mal de nuestro tiempo, tan amante de la musicalidad vacía. En otras, en cambio, el tuétano de la reflexión reside precisamente en los adjetivos. Es fácil deducir, entonces, que la libertad se ejerce sobre todo a través de éstos y que la democratización de un pueblo depende, al cabo, de la posibilidad amparada de utilizarlos, sin que la intolerancia, la tiranía de lo políticamente correcto o la mordaza del poder los enquiste en la garganta.

Aun así, adjetivar no es un proceso que carezca de límites. Ni todos los sustantivos admiten cualquier compañía, ni mucho menos el cambio de su función o valor. Conceptos como respeto, historia, nación o justicia tienen existencia por sí, al margen de falsos accidentes que nacen del oportunismo o la mezquindad de unos pocos. Lo exigen las leyes, lo reclama el sentido común y, para colmo, lo aconseja la gramática.

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