Jorge Semprún

Lo que realmente convierte en ejemplar su trayectoria fue su deseo, nunca olvidado, de que adquiriese vida literaria

Ha sido reconfortante que, en estos últimos días, con motivo del centenario de Jorge Semprún, parte de la prensa lo haya recordado, aireando los esfuerzos y méritos que acompañaron su vida. Como en España la política se ha convertido en algo tan áspero y tenso, se podía temer que cualquier alusión a una figura del pasado, como la suya, diese ocasión a un despiadado ajuste de cuentas lleno de prejuicios y rencor. Sin embargo, por fortuna, no ha sido así y se ha abierto una pausa, entre tanta refriega, para evocar ante los lectores una trayectoria vital e intelectual que merece ser conocida y contada. Porque siguiendo los pasos de Jorge Semprún pueden ser recorridos significativos acontecimientos europeos y españoles de la última mitad del siglo XX. Pero no desde la perspectiva de alguien que observa, distante, para luego trasladar su testimonio a las páginas de un libro. Las suyas fueron vivencias fuertes, compromisos éticos, asumidos voluntariamente, que le llevaron de ser resistente en Francia a prisionero en un campo alemán durante nazismo. Y de trabajar como responsable clandestino en el partido comunista durante el franquismo a romper, más tarde, con ese partido, para ejercer una nueva militancia, teórica y práctica, contra la anquilosada dirección encarnada por Carrillo. Actividad, esta última, llevada a cabo, en París, junto a Fernando Claudín y José Martínez, por medio de los Cuadernos de Ruedo Ibérico. A lo que cabe añadir su posterior labor como ministro de Cultura en el gobierno socialista de Felipe González. Visto desde la atmósfera en que transcurre la política española hoy en día, una figura así, incluso sin adornos retóricos, parece legendaria y casi inventada. Con todo, no es solo esa actividad tan plena, lo que convierte en ejemplar su vida. Eso bastaría para considerarlo como un hombre consciente y comprometido con las apremiantes necesidades políticas de su tiempo: es decir, alguien que quiso encarnar unas ideas y también supo rectificar al sentirse equivocado. Sin embargo, lo que realmente convierte en ejemplar su trayectoria fue su deseo, nunca olvidado, para que, cada una de sus experiencias, adquiriesen también vida literaria. No por afán narcisista, ya que, a estos efectos, Semprún fue poco vanidoso, sino para sacralizar la acción con el apoyo reflexivo de la escritura. En la estela de otros escritores franceses, buscó que su entrega a la creación literaria fuera mucho más que un testimonio de lo vivido. Tal como si vivir de manera tan intensa obligara a transformar esas vivencias en literatura al alcance de todos sus lectores.

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