El Greco y Picasso

El Greco tomó su tradición –el icono bizantino–, y le añadió una vibración interna, un fuego frío

Ya sabrán ustedes que el Prado dedica ahora una exposición a Picasso y el Greco, y a la influencia de este último en el nacimiento del cubismo analítico. Si ustedes se fijan, hay un fuerte aire de familia entre Las señoritas de Avignon y cualquier obra coral del Greco. La pregunta, sin embargo, es por qué. Y es ahí donde debemos recordar, no la formulación de la pintura cubista, sino el (re)descubrimiento del propio Greco, cuyo relieve, cuya estremecida primacía, no alcanza a valorarse hasta finales del XIX. Debiéramos referimos, pues, a un doble desvelamiento: aquel que devuelve al Greco su alta distinción, y el hallazgo formal –el paralelo espiritual– que Picasso obrará con su pintura.

Cada cierto tiempo, aparece algún especialista revelándonos que el Greco pintaba así porque tenía astigmatismo. Es lo que pasa por no leer. El Greco, que era un hombre erudito y en absoluto humilde (decía que “el pobre Miguel Ángel no sabía dibujar”), dejó escrito y explicado que cuando pintaba figuras “espirituales” las alargaba para distinguirlas de las otras. Esta estilización, precisamente, es la que ponderará el fin de siglo simbolista cuando reclame al pintor Teotokopoulos. Y son Manuel Bartolomé Cossío e Ignacio Zuloaga –con el eco del hispanista Maurice Barrès y un estremecido Rilke–, quienes recobran para el mundo su pintura. Todavía hoy es fácil encontrar, en las librerías de lance, el formidable El Greco de Cossío, publicado en 1908. Regálenlo siempre que puedan. El hecho, en todo caso, es que el Greco tomó su tradición –el icono bizantino–, y le añadió una vibración interna, un fuego frío, donde las figuras arden en perpetua desazón. Cuando Zuloaga, en París, le muestre un Greco a su amigo Picasso, el camino escogido será el inverso: de una pintura realista, volumétrica, carnal, Picasso viajará hasta la antigua planicie del icono, para mostrar una verdad interior, un mundo no visible, por donde deambulará largamente la vanguardia.

Según recuerda Fernande Olivier, novia parisina del joven Picasso, el cubismo nació a la vuelta de un viaje a Horta, en Zaragoza. Lo cual no carece de sentido. Si el Greco fue el hallazgo espiritual, el resumen lírico de una España finisecular y adusta, es posible que Picasso, a su regreso de Aragón, fraguara otro tipo de espiritualidad con el “nuevo” lenguaje formal del Greco. En puridad, se trataría de un doble desplazamiento, del XVI al XIX, y del XIX al XX, en el que cristaliza una imagen dialógica y especular: el Greco como un Picasso que arde, Picasso como un Greco que vuelve, por otro atajo, a sus iconos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios