La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Cuchillas y estrellas

INMERSOS como estamos en estos tiempos bipolares, cuando no esquizofrénicos, es fácil toparte con un periódico, noticiario y demás que en apenas cinco segundos, en la misma portada incluso, te informan sobre cuchillas y estrellas. Del cielo al infierno en un solo trayecto, sin parada en el metafórico limbo, que parece predestinado a desaparecer. O habitas en el reino de las estrellas o te acostumbras a sobrevivir en la tierra de las cuchillas, y no le preguntarán qué lugar prefiere, ya lo harán o habrán hecho por usted. Solicitar un informe sobre la peligrosidad de las cuchillas en la valla de Melilla es como preguntar si la sal es salada, el azúcar dulce y el limón agrio. Pero es más que una simple y pueril evidencia, preguntar si las cuchillas pueden ser perjudiciales para las personas es un descarado y grotesco ejercicio de cinismo, es pretender convertir lo evidente en susceptible; es un atentado, en toda regla, contra la razón y la inteligencia colectiva. No pidas informes, y no me llames tonto. Las estrellas abundan. Hay más cielo que estrellas. De hecho, si brillaran todas no llegaría nunca la noche. Y es que dentro de las estrellas hemos cobijado muchas subespecies y hasta infraespecies, engendrando una fauna de imposible clasificación. A las estrellas que me refiero hoy son las gastronómicas, esas que conceden a esos restaurantes exquisitos que sólo disfrutan unos pocos. Me llamó especialmente la atención el caso de DiverXo, el último establecimiento en alcanzar las tres estrellas, que según cuentan eso es como formar parte del olimpo celestial de los fogones. Su propietario y cocinero, David, un chaval con estética entre punkarra y mohicana, contaba las vicisitudes que ha tenido que pasar hasta alcanzar esta gloria recién adquirida. De hecho, confesó el cocinero en algunos medios de comunicación que los trabajadores de su restaurante son mileuristas -que a este paso se convertirán en una especie de burguesía con todas las papeletas para desaparecer-. Lo curioso, lo paradójico, lo que no termino de comprender, es que en este restaurante, según informaron diferentes medios, el cliente paga, de media, unos cien euros por comer. Cien euros, se me antoja como mucho dinero, para mí, al menos, lo es. Y a buen seguro que no me equivoco de que serán muy pocos, tanto por posibilidad como por curiosidad, los que estén dispuestos a pagar cien euros por comer. Es lo que calificamos como un auténtico lujo, un lujazo. Un lujo al alcance de unos pocos escogidos; manjares exquisitos, preparados y servidos por trabajadores mileuristas. El lujo se detiene cuando llega a la nómina del trabajador. Seguramente es algo muy normal, que no me debería llamar la atención, pero lo hizo. Como también me llama la atención esta avalancha de solidaridad que estamos presenciando en los últimos tiempos. Miles de kilos de alimentos conseguidos para personas que lo pasan mal, para que puedan disfrutar de unas navidades como todo el mundo, explicaba un voluntario en la pantalla de la televisión. Por un momento me sentí habitante de otra España, ésa que tan bien nos contó Berlanga en Plácido. La España bipolar, la España de la caridad.

No me cabe duda de que los efectos más negativos de la crisis no se están notando como deberían gracias a la acción solidaria y generosa de miles de españoles, comenzando por las personas mayores, que han convertido sus pensiones en el salvador paraguas familiar. Es cierto que somos jodidillos a veces, tenemos nuestras "cosas", pero también es cierto que abrimos los bolsillos cuando sentimos que el de al lado lo está pasando mal. Somos un pueblo generoso. Sin embargo, y aún asumiendo nuestra propia idiosincrasia, no comparto que seamos los ciudadanos los que tengamos que asumir este papel. Los desfavorecidos, los que lo pasan mal, puntual o coyunturalmente, los excluidos no pueden depender de nuestra generosidad, de nuestra caridad; no pueden vivir, sobrevivir, a expensas de nuestra voluntariedad. Los debe proteger el sistema. No puede haber viviendas vacías y gente que viva en la calle, no pueden algunos directivos de bancos rescatados con dinero público tener semejantes sueldos y gente que no cuente con un solo euro al mes. Yo, al menos, no quiero un país de cuchillas para muchos y estrellas para unos pocos. Tampoco quiero que se niegue la recompensa a quienes más se hayan esforzado, empleado, formado, por supuesto que no, también sería injusto. Me refiero a una sociedad, a un país, en equilibrio, instalado en una zona intermedia, entre las cuchillas y las estrellas.

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