La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

Amnistía

Nombremos la ‘bicha’, pero no para rehabilitar a Puigdemont ni sumar siete votos sin contrapartidas

Hay palabras que queman. Confesaré que no la había escrito hasta ahora porque estaba enfadada. En particular, con Puigdemont. No lo había pensado hasta hace unos días; justo cuando Pedro Sánchez llegó a Granada para la Cumbre Europea e hizo malabares ante los periodistas para ni siquiera mencionarla. Primero me indigné y lo critiqué (los juegos calculados del presidente) pero luego me inquieté: se supone que los columnistas debemos tener una opinión (formada y sólida) de todo y yo llevo semanas esquivando el tema.

Ser generoso no es fácil y menos con un personaje tan fácil de odiar como el ex president catalán. Porque en la vida, como en las películas, también hay categorías de malos: con y sin clase; con y sin dignidad. Y Puigdemont, para mí, es de los segundos: malo a secas. Lidera la rebelión del 1 de octubre y luego se fuga. Unos van a la cárcel y él se inventa una prisión de oro en Waterloo. No hay resquicio de perdón.

A comienzos de septiembre ya me hizo cortocircuito la imagen de Yolanda Díaz con el líder de Junts. Más que la foto el relato. Luego he leído (mucho) y escuchado. A implicados (con intereses más o menos legítimos) y a expertos de los dos bandos. Eso es lo curioso. Que apelando a la Constitución y a la legislación europea podamos defender, encajar, una cosa y la contraria.

Omnium Cultural cifra en 1.432 personas las que podrían beneficiarse de la medida (113 condenados, 17 pendientes de sentencia, 387 con causas penales abiertas, 880 con sanciones administrativas y 35 casos en el Tribunal de Cuentas) y eleva a centenares los procesos judiciales abiertos en Cataluña. A partir de estos números, a partir de esta realidad, no del caso Puigdemont, la sensatez nos diría que hay que hacer algo.

Pero cómo apelar a la razón cuando está secuestrada por la emoción. Cuando lo que más nos moviliza es el miedo o el odio. Cuando vivimos tiempos de tribalismo fundamentalista donde todos estamos dispuestos a imponer nuestras certezas morales. La “sociedad de la intolerancia”, el absolutismo moralizante, con que nos provoca el catedrático Fernando Vallespín en su último libro.

Como sigo negándome a asumir que votamos “bien” o “mal” según guste el resultado, voy a hacer un esfuerzo por salir de mi cueva: hablemos de amnistía. Pero no para rehabilitar a Puigdemont ni como precio, sin contrapartida, por los siete votos de Junts. Y, si hay que ir a votar el 14 de enero, pues se va.

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