A vueltas con Dios

El hecho de querer “demostrar” a Dios no deja de ser un gesto decididamente occidental

En Francia ha tenido gran repercusión un libro sobre Dios y su existencia: Dios. La ciencia. Las pruebas, obra de Michel-Yves Bolloré y Oliver Bonnassies, dos escritores con cierta formación científica que creen haber encontrado en la ciencia misma la huella escapadiza de la divinidad. Esta cuestión probatoria recuerda ineludiblemente a la frase de Popper: “La mayor prueba en favor de la existencia de dios es la imposibilidad de demostrar que no existe” (perdonen, pero cito de memoria). Y también a aquella otra de Laplace: “Dios es una hipótesis innecesaria”. El hecho es que esto ocurre cuando el mundo surgido con la Ilustración, aquel que formuló las sociedades democráticas, se halla en una severa crisis conceptual, mientras celebra como libertador, como justicia valedera, el fanatismo criminal de Hamas.

También hemos sabido en estos días que un joven gallego triunfa mundialmente en TikTok con una canción de vaga intención religiosa. En tal sentido, no sería inverosímil que algún majadero atentase contra la cruz de Santa Marta por un impulso doctrinario. ¿Recuerdan el episodio del padrecito Stalin? En algún momento de la II Guerra Mundial, el tirano se burló de su interlocutor preguntando de cuántas divisiones disponía el Vaticano. Ochenta años después, el Vaticano sigue ahí, mientras el comunismo agoniza en un largo y aflictivo ocaso, del que aún cabe exonerar a la tiranía china. La Europa nacida con la Ilustración, y aquello que llamamos el Occidente democrático, creó un débil espejismo de arreligiosidad del que nos extrajeron, con parejo infantilismo, la psicología de Jung y la antropología de Lévi-Strauss. A esto se refería, probablemente, el malicioso Chesterton, cuando escribió que los que ya no creen en dios son capaces de creer en cualquier cosa. Lo cierto, en todo caso, es que el mundo sigue sustentado en sus dioses, de modo significativo.

Por supuesto, el hecho de querer “demostrar” a Dios no deja de ser un gesto decididamente occidental. Pero el hecho de que Dios sea, de nuevo, una realidad acuciante para una parte de la sociedad europea, desinteresada de estas cuestiones hasta hace poco, quizá traiga noticia de otro asunto. Dicho asunto bien pudiera ser la conciencia de un fracaso civilizatorio, y no tanto la buena nueva de una fe renacida. Es la figura temerosa, melancólica, decepcionada, de Erasmo, después de esperar en vano una Edad de Oro, la que acaso nos visita en esta hora.

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