La guerra cultural

Hoy se corre el riesgo de ser censurado o cancelado desde frentes opuestos

Lo de la guerra cultural es un término importado de Estados Unidos que en España, por fortuna, carece de la gravedad que alcanza allende el mar Tenebroso. Si hace unos días se censuraba a Lope de Vega por un quítame allá esos sexos, horas más tarde la vicepresidenta del Gobierno, señora Díaz, proponía un código deontológico –luego rectificó– para expulsar de la profesión a los periodistas que “manipulen o desinformen”. Esto es, recuperaba el impulso censor del Comité contra el bulo propuesto, no hacía mucho, por don Pedro Sánchez. Con todo, lo grave no son solo estas iniciativas contrarias a la libertad de expresión, sino la conversión de la cultura, de su natural complejidad, en un esquemático e inaceptable combate ideológico.

Por supuesto, bastaría recordar la abundancia de príapos y vulvas en la iconografía grecorromana o en los capiteles y ménsulas del románico español, para señalar la gratuidad del escándalo. Para conocer un enfoque oportuno de la cuestión, remito al concejal de Vox concernido a La libertad de la pornografía, minuciosa obra de la profesora Ana Valero, en la que se recoge la complejidad legal de un problema (la pornografía y su libre acceso) que excede, con mucho, la mera exhibición simbólica de un sexo en una obra de teatro. A todos se les recuerda, por igual motivo, censores de dramaturgos o de periodistas, el artículo 20 de la Constitución, donde vienen reflejadas tales cuestiones. El asunto, sin embargo, es otro. Y eso otro es el carácter banderizo que se le quiere atribuir a la cultura, en contra de su propia naturaleza. Incluso el arte más político de la segunda mitad del XX y primeros del XXI es solo una fracción del arte de tal periodo. Y es desde este criterio –el artístico– desde el que deben enjuiciarse dichas creaciones, tanto para su exhibición en los museos, como para su promoción por las instituciones públicas.

Desde luego, los criterios del arte se han complicado mucho desde que el canon clásico dejó de ser la única norma aceptable, entre finales del XVIII y primeros del XIX. Lo cual no quita para que tengamos una estética –o varias– a las que acudir. De hecho, hoy se corre el riesgo de ser censurado o cancelado desde frentes opuestos, asunto que nos hace sospechar que Larra y Baudelaire eran unos simples aficionados. En todo caso, los poderes públicos no pueden fomentar esta ceguera, esta lectura impropia del arte, que excede soberanamente su sustrato ideológico. O dicho con mayor sencillez, los poderes públicos no pueden fracturar la sociedad en nombre de aquello que la une.

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