Dos Machado

La novela de Pérez Azaústre refleja una visión conciliadora que se opone a los discursos sectarios

Inspirada por una comprensión profunda de ambas figuras, la reciente novela que Joaquín Pérez Azaústre ha dedicado a los Machado, El querido hermano, recrea con sensibilidad, verosimilitud y una prosa, como de costumbre, muy cuidada, la estrechísima relación que mantuvieron los hijos poetas del buen Demófilo, con su centro emocional en la visita póstuma a Collioure de un Manuel doblemente devastado por la pérdida de Antonio y de su madre. Al margen de su calidad literaria, reconocida por los jurados que la distinguieron con el Premio Málaga y evidente para cualquiera que se sumerja en el relato, donde las licencias de la ficción no niegan la documentada verdad de los hechos, la obra del narrador y poeta cordobés tiene el valor de reflejar una visión conciliadora que se opone a los discursos sectarios y el renacer de las ideologías de trinchera. Es conocido el modo en que durante la guerra, la posguerra y después se convirtió a los dos hermanos en símbolos excluyentes de la fractura, venerados por unos y escarnecidos por otros, pero hay que decir que no pocos poetas o aficionados a la poesía, no sólo filólogos e integrantes de la comunidad académica, siguieron acercándose a ambos al margen de las afinidades no literarias. Siempre que se habla de los Machado, recordamos las nítidas palabras de otro poeta sevillano que los leyó mucho y bien, Fernando Ortiz, a quien se debe la feliz acuñación con la que tituló una recopilación de ensayos de 1982, La estirpe de Bécquer. En uno de ellos, Reivindicación de Manuel Machado, escrito el año anterior con motivo del centenario del nacimiento de Juan Ramón Jiménez, explicaba el poeta en funciones de crítico cómo “aquellos dos hermanos que tanto se quisieron y respetaron”, cómplices desde la juventud y herederos de un linaje de inequívoca ascendencia liberal, “nos fueron mostrados como dos maneras opuestas de entender la vida, de entender la poesía, de entender la política”. Abundan los testimonios de la respectiva adscripción a los dos bandos en liza, poemas circunstanciales y prosas o declaraciones escasamente memorables, pero cuesta no pensar que tanto Antonio como Manuel se vieron superados por los acontecimientos –eran hombres del tiempo viejo– y es poco probable que en su fuero interno hubieran renunciado a los valores en los que se habían educado. Al resaltar el hondo vínculo que los unía, la novela de Pérez Azaústre parece querer desmentir la aseveración de Fernando Ortiz en el citado ensayo: “Los españoles, o somos compañeros de armas, o nos alineamos en las filas contrarias. Feroz e hispánica manera de entender la vida. Feroz e hispánica manera de no entendernos nunca”.

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