Cultura

Peter Lorre: el vampiro de vuelta al ataúd

El caso de Lorre recuerda al de Laughton, dos actores a los que el cine hizo gesticular demasiado, dos que se supieron bufones de una industria aniquiladora. Ambos dirigieron dos filmes antológicos, y si La noche del cazador y El hombre perdido difieren en muchos aspectos, los dos atesoran un temblor extraño, atenazados por una parsimonia bajo la que se intuye una tristeza descomunal y emocionante. En el caso del filme de Lorre, esta melancólica templanza se ve acrecentada por la presencia del propio cuerpo del director/actor exhibiendo las huellas de una vida gastada y exhausta tras sólo 47 años.

El hombre perdido, rodada con muchas dificultades en 1951, supuso el regreso de Lorre a la Alemania que debió abandonar cuando los nazis llegaron al poder (ahora volvía desde el Hollywood que cazaba brujas como él o su amigo y mentor Bertolt Brecht), y su resurrección como hombre acorralado en nuevos paisajes nocturnos, claustrofóbicos y contrastados, abrió una herida que a casi nadie le apetecía, tras lo ocurrido, volver a encarar (ésa que no tapó ese cineasta frustrado, en palabras de Syberberg, que fue el Führer), la del perverso clima psicológico que los nazis establecieron en un país que se llenó de verdugos. Lorre en la Alemania de las ruinas y encarnando a un débil mental que rompe en asesino de mujeres (parábola, entre otras cosas, de cómo la masa de indefinidos políticos encontró coartadas a la sombra de los crímenes de Estado) señalaba en una sola dirección: al gordito Hans Beckert que Lorre encarnara en M (1931) de Fritz Lang. El pulsional asesino de niñas, que al final, a través de la desesperada confesión de su condición enferma, servía para denunciar una análoga corrupción extendida en el cuerpo social de la ciudad, resuena en el pusilánime doctor Rothe, al que varias acusaciones y un puñado de comentarios cínicos empujan a un crimen inaugural que parece caer por su propio peso. Y ese fatalismo perezoso viene determinado por la sobria puesta en escena ejecutada por Lorre, quien, en una coyuntura poco dada a la ambigüedad (la resaca de los Trümmerfilme, las películas de ruinas..., y eso que Helmut Käutner acompañó a Lorre en este regreso) se muestra sutil y ecuménico: no hace falta ni una esvástica (dos se entrevén en los uniformes del grupúsculo revisionista), ni una referencia verbal a lo que había pasado o estaba ocurriendo en el presente fictivo, todo está ahí sin mostrarse; nada más significativo que las tomas ligeramente picadas que siguen a una sombra solitaria tal y como Murnau lo hiciera con Nosferatu.

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