Doce lunas | Crítica

Luna de noviembre

  • Fundación José Manuel Lara publica Doce lunas, antología poética de Eduardo Jordá que el autor acompaña de textos, de gran calidad literaria, donde se especifican las circunstancias en que fue compuesto cada poema

Imagen del escritor y poeta Eduardo Jordá (Mallorca, 1956)

Imagen del escritor y poeta Eduardo Jordá (Mallorca, 1956)

Dice d'Ors en El valle de Josafat que, “de la Noche oscura del alma, San Juan de la Cruz no es noctámbulo, sino el sereno”. Esto lo escribía Xenius, brillante y malicioso, por cuanto el místico español fue también un dilatado exégeta de su poesía, incluso la de simbología más árida. No es este el caso de Doce lunas de Eduardo Jordá. Doce lunas es una antología de sus poemas, escogidos por el propio poeta, pero que gozan del acompañamiento de unos textos, en los que Jordá especifica o recuerda las circunstancias en que fueron escritos. No son textos, pues, de carácter especulativo ni ensayístico, a la manera de san Juan; sino unas líneas, de desigual extensión, que funcionan a veces como nota al pie, otras como relato y otras como poema en prosa. Todas ellas poseen una evidente calidad literaria. Calidad que extiende y repercute, a modo de eco, un rasgo adscrito a su poesía: la reiterada voluntad de ser preciso.

Jordá compone imágenes de singular amplitud, a través de un acúmulo de detalles

Esta voluntad de precisión, unida a una idea de ligereza, es la que Jordá acaso tome de la literatura anglosajona, adaptándola a su particular visión de la escritura. Como el lector de este diario ya conoce, Eduardo Jordá no es solo poeta, narrador y ensayista; es también un excelente articulista de opinión, en los que a menudo desliza estampas de grave intención lírica. En este sentido, debemos decir que, tanto en su poesía como en su prosa, Jordá ha tomado la perspectiva y ejerce el oficio de paisajista. Pero no porque haya hecho de la belleza agreste un objeto de predilección (aunque así sucede en ocasiones), sino porque su mirada, la mirada del poeta, compone imágenes de singular amplitud, a través de un acúmulo de detalles. De esta mirada “democrática”, en la que nada se privilegia, asciende, sin embargo, una idea de totalidad, que queda gravitando sobre el horizonte y señala, de algún modo, a lo trascendente. Esta trascendencia, por otra parte, no es de naturaleza religiosa. Más bien indica las fuerzas colosales que penetran el mundo (el mar, el aire, la oscuridad, la noche, pero también el amor, el olvido, la desdicha...), y a las que el hombre se obstina en otorgarles una intencionalidad, un carácter, una discreta simpatía hacia nuestras cuitas. El poeta Jordá, naturalmente, no quedará exento de este espejismo.

Tanto en sus poemas como en sus glosas, Jordá destaca esta cualidad ilusoria del entendimiento humano. A pesar de ello, el tono de Doce lunas no es el que corresponde a la desesperanza. Antes al contrario, en la poesía de Jordá, en su concepción lírica del ser humano, hay una atención expresa a la felicidad; a la felicidad como hecho inesperado, como don inconcebible, como extraña sobrantía del mundo. Es esta felicidad, tan infrecuente, tan absoluta, tan fugaz, la que el poeta extiende (otra vez el paisaje), sobre un fondo de adversidades, y en la que el hombre encuentra su sentido. Este sentido puede hallarse en el amor, en la amistad o en la oportuna llegada de las lluvias. No es casualidad, a este respecto, que Jordá sea un buen escritor de libros de viaje. Es de la paciente observación del viajero, junto al asombro que duerme en el poeta, de donde nace, probablemente, la particular lírica de Jordá, en la que la inmensa variedad del mundo va formando, misteriosamente, figuras que solo ocasionalmente entenderemos.

Como ya saben sus lectores, el título de esta antología, oportunamente “circunstanciada”, corresponde a un poema temprano del autor. Las doce lunas son las doce partes del año, o los doce tramos de la vida, según la cronología de algunas tribus norteamericanas. A juicio del poeta, su vida se encuentra ya en la luna de noviembre. Esto es, en “la luna de la escarcha” de los chippewas o en “la luna de los ríos que se hielan” de los arapahoes. Para Jordá, sin embargo, “noviembre/ es la vergüenza de ser aún el mismo / junto al terror de no volver a serlo”. Uno añadiría que noviembre es también el mes de los cielos más puros. Y que hay algo de ese azul profundísimo y vivo en su obra poética. Podría concluirse que en Jordá actúa una virtud climática, un barajarse del color y la brisa, en la que el hombre no fue siempre un extranjero, sino el gravoso heredero de un edén.

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