Crítica cine: malditos bastardos

Tarantino o el cine de retales

Una cosa es el talento para crear y otra la habilidad para recrear, parodiar, homenajear, caricaturizar o citar. Lo primero requiere inventar fundiendo lo heredado o aprendido con lo vivido o sentido. Lo segundo sólo requiere habilidad e ingenio. La diferencia entre lo uno y otro marca la frontera -siempre mudable, desde luego, hasta que el tiempo la fija- entre los grandes realizadores y los estimables. Tarantino es un realizador estimable que es tenido por grande. Y un adolescente que se está haciendo viejo. Lo que en el universo de Fellini se llamaría un vitellone. Como los vitelloni del Grand Hotel de Amarcord que sacaban a bailar a las maduras veraneantes teutonas para ver si caía alguna, Tarantino saca a bailar en cada nueva película a decenas -si no veintenas- de viejas películas de todo tipo para ver si cae algo de talento, originalidad o desvergüenza en la suya. El problema es que cuando copia/homenajea a los grandes siempre queda por debajo de ellos; y cuando copia/homenajea a los pequeños siempre se queda corto en desvergüenza y desahogo. Carece del talento creativo necesario para alcanzar a los primeros; pero a la vez es demasiado hábil y listo como para incurrir voluntariamente -aunque lo intente- en la involuntaria desmaña de los segundos: como un tipo de estatura media que intentara parecer alto poniéndose de puntillas y enano poniéndose en cuclillas, sin lograr ni lo uno ni lo otro.

En este caso Tarantino mira, entre otros muchos, al Robert Aldrich de Doce del patíbulo y al Enzo G. Castellari de Aquel maldito tren blindado. El problema es que tiene menos talento y mala leche que Aldrich; y menos tosca espontaneidad que Castellari, un director de tercera o cuarta fila en su día ignorado por los pedantes que hoy se derriten viéndolo en el espejo tarantiniano. Hasta para saborear lo ínfimo los pedantes siempre necesitan que una autoridad superior les autorice a hacerlo; porque entonces lo saborean como un placer exquisito especiado de malditismo (de Castellari lo vi casi todo cuando y donde había que verlo: en los años 60 y 70 y en cines de barrio o de verano; y me divertía mientras a los amigos cinéfilos que ahora lo descubren a través de Tarantino les sorprendía, si no escandalizaba, que fuera a esos cines a ver esas películas).

Así que aquí vuelve Tarantino descubriendo directores malditos de serie B, fundiéndolos con guiños a los grandes, mezclando géneros, brillante y listo (más que inteligente) como siempre, vistiendo harapos de subgéneros como si fuera alta costura, bailando con la obviedad y lo predecible hasta marearlos y hacerles parecer sorprendente originalidad. Estos días se ha presentado una nueva colección de Trash and Soul, la firma que "joyería informal" que, según se define a sí misma, "convierte elementos de la basura cotidiana en pequeñas obras de arte y de autor". Algo así es el cine de Tarantino y esta última película suya. Del juicio del gusto depende considerarla una hábil estrategia, una impostura o una verdadera conversión de la basura en una obra de arte y de autor.

Malditos bastardos juega con el cine bélico en sus variantes ultra violentas y cómicas, sumándole perspectivas del thriller extremo, el espagueti western, el cine de espías y lo que caiga por el camino. Al ser parodia, todo se le debe perdonar. Al ser una broma, todo se le debe tolerar. Es una forma de blindarse como otra cualquiera. ¿Funciona como entretenimiento? A ratos. ¿Aporta valores? Pocos: la utilización estridente de la música; la espectacular resolución (y me refiero a espectacularidad de cámara y de montaje) de algunas -pocas- escenas; y sobre todo la interpretación de Christopher Waltz como el coronel nazi, que aporta el único interés dramático -en el más amplio y ambiguo registro de la palabra- a una galería de personajes que, cosa rara en Tarantino, está mal dibujada, mediocremente escrita y peor interpretada. Obsesionado en ser (entre otras cosas) el Sergio Leone del siglo XXI, tal vez para Tarantino esta interesante pero fallida película sea lo que para el director italiano fue El bueno, el feo y el malo como tránsito de la concisión de La muerte tenía un precio a la ambiciosa desmesura de Hasta que llegó su hora: una forma distinta de ser él mismo y de querer ser más.

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