Crítica de Musical

Esa impagable sensación de felicidad

mamma mia!

Fecha: sábado 24 de septiembre (sesión de las 17:30). Lugar: Gran Teatro. Lleno.

Benny Andersson y Björn Ulvæus toman una infusión caliente sentados tras el cristal del salón en una casa con jardín de Suecia (imaginaciones mías). Son felices: de fondo suena la famosa registradora del Money de Pink Floyd. Hacen caja sin necesidad de tocar una nota gracias a la bendita ocurrencia de 1999 de crear un musical con las canciones de ABBA. "Han pasado de moda", les diría algún lumbreras, seguro. Para ellos, como para cualquier otro humano, el tiempo ha transcurrido de manera muy distinta que para las canciones que un día compusieran para el cuarteto que cerraban sus dos esposas de entonces. Para Mamma Mia!, Money, Money, Money o Dancing Queen los años no parecen haber pasado. Se detuvieron las décadas y son canciones que permanecen intactas en las cabezas del todo el que las ha escuchado alguna vez. Su exultante vitalidad, la capacidad para seducir, su fluidez intergeneracional y la transmisión festera que inoculan permanecen jóvenes y lozanas como el primer día. Pero si su poder individual es alto, mezcladas y agitadas a tropel dentro del cóctel del musical que el pasado jueves arrancaba su visita al Gran Teatro se convierten en un mejunje del que es difícil escapar indemne. No, al menos, sin marcarse de camino unos pasos de baile.

La fiebre de los musicales ha llevado a los escenarios en medio mundo a una horda de montajes que no siempre cumplen con algunos requisitos fundamentales para el éxito. Bajo esa etiqueta, tan atractiva para el público, se esconden pastiches correosos, serenatas infumables, colecciones de canciones pegadas a golpe de látigo con Super Glue y algunos honrosos espectáculos que de verdad triunfan donde llegan, y siguen triunfando el día que se van. Mamma Mia! es una de esas perlas que arrasan por donde pasan, tal y como lo demuestran no solo las cifras de público de sus diez días en Córdoba sino en las opiniones del boca a boca del día después, que son las que marcan la verdad.

Lo más grande que tiene es su concepto del tempo. La capacidad para desarrollar más de dos horas de show con un excelente diseño de subidas, bajadas, aceleraciones, frenazos, idas y venidas es sencillamente redonda. Partiendo de que buena parte del público que acude no es asiduo del Gran Teatro, mantenerlo en su localidad sin aburrirle y sin tan siquiera perderle durante unos minutos dice mucho de cómo está guionizado el espectáculo. Hemos padecido algún musical en el que una pandilla de canciones son puestas en fila atendiendo a un estrambótico libreto que las obliga a desfilar artificialmente, quedando todo en una evocación de la semilla sonora. Pero esta vez aparece desde el primer minuto un hilo conductor claro, creíble, lógico y asumible, en el que los temas se engarzan con naturalidad en una trama que avanza fluida sin un alarde escénico. Es un musical robusto, de voces sencillas (no tratan de competir con Nina), con el que es sencillo empatizar, casi obligatorio. Todos ríen con sucesivos gags espurreados en diversas escenas (impagable la de las camas), carcajean cuando cuatro tópicos cordobeses se escurren en los diálogos, se emocionan con el pico sentimental que todo montaje debe tener y tiene, y acaban despendolándose cuando un popurrí de canciones de ABBA sirve para cerrar bailando en grupo una función de la que es difícil no salir con cara de felicidad en medio de una traca de colores. Y eso es algo que hoy día es impagable.

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