Deportes

La hora de las alianzas

¿Cómo es posible que sigan vivos? ¿A quién se encomiendan para afrontar, año tras año, su conmovedora pelea contra la horrible realidad? ¿Qué estímulo encuentran en su truculento día a día, minado por los obstáculos y las zancadillas? ¿Por qué no echan la persiana de una vez y alivian así el sentimiento de culpa -a algunos ni eso- de quienes no les dieron respaldo? ¿Por qué no entienden que es mejor dejarlo todo y permitir que las instalaciones deportivas se conviertan en escenario de mítines, congresos o conciertos? ¿Qué demonios pintan en Córdoba un puñado de clubes disputando competiciones nacionales sin más horizonte que la pura supervivencia, atados de pies y manos por la falta de recursos económicos, paseando el nombre de una ciudad en la que son poco menos que clandestinos? ¿Qué más les tiene que ocurrir? ¿Cuánto más pueden aguantar?

Ayer abrió la competición el Club Baloncesto Córdoba, la enésima denominación -y seguramente la más certera- del equipo representativo de un deporte en el que la capital cordobesa cuenta con representación en categorías nacionales sénior desde 1973 de forma ininterrumpida. 38 años seguidos. Un tiempo más que suficiente como para haber catado, aunque fuese de forma testimonial, la máxima categoría de esta modalidad tal y como han hecho, antes o después, la práctica totalidad de los clubes que nacieron en aquella época y años posteriores. Muchos de ellos no existen ya. Se los comieron las deudas o, simplemente, entendieron que su momento ya había pasado. En Córdoba, el baloncesto no se ha muerto. Y viendo todo lo que ha ocurrido en su seno y su entorno, podríamos concluir que es inmortal. Como un zombie o un fantasma a menudo, pero ahí sigue. Se llama ahora, en los papeles oficiales, Club Baloncesto Córdoba. Denominación diáfana y desprovista de etiquetas, aunque en la indumentaria de los chicos que defienden un sueño en la cuarta división del país siguen apareciendo algunas firmas comerciales -benditas sean- que asocian su imagen con la de estos aventureros indomables. Empezaron a competir en una fecha rara, casi a mediados de noviembre, y en un sitio extraño, el pabellón de Montilla, porque su casa habitual, el Palacio de Deportes Vista Alegre, estaba ocupado por un torneo de kickboxing en la tarde sabatina y por el partido del Deportivo Córdoba de fútbol sala femenino en la matinal del domingo. Por cierto, lo de las chicas es de monumento. Se quedan sin inyecciones del patrocinador, ven cómo sus principales jugadoras se buscan nuevos destinos y ponen su bien ganado prestigio al alcance de la voracidad de otras entidades con más poder financiero. Y aguantan. Y van líderes. Si lo del baloncesto resulta un milagro, lo del fútbol sala femenino -el masculino se cayó de la élite cuando tocaba el cielo, hace un lustro- es para frotarse mil veces los ojos para poder creerlo. A veces suceden milagros y, por regla general, a quienes más se lo merecen.

La lucha de estos equipos es una bofetada en la cara de quienes, cuando pudieron hacerlo, les dieron la espalda. Quienes ahora lloran porque Córdoba está muy lejos de las ligas profesionales en los deportes de sala deben saber que hubo un momento en el que se pudo dar un salto de calidad. Y Córdoba perdió el tren. Había materia prima -muchos jugadores andan exiliados por ahí, buscándose el pan de su casa-, pero se echó de menos un aire más moderno en la gestión. Ahora, con la crisis a cuestas, aflora la nostalgia de lo que nunca se tuvo. Fútbol sala, baloncesto, balonmano, voleibol... Esos deportes raros que los cordobeses siempre ven por televisión o cuando a algún político le apetece colgarse la medalla y alquila el espectáculo por un día. Y entonces las instalaciones se llenan, vienen los de la tele y enfocan las gradas y los palcos. Y todos somos felices, o lo parecemos, o lo fingimos muy bien porque es lo que toca. Para no desentonar.

Con la llegada del equipo de baloncesto del CBC a la competición, el espectro deportivo de la capital ya está al completo. Esto es lo que hay. Cada cual se busca la vida como puede, con mayor o menor fortuna. Quizá algún día a todos esos luchadores solitarios les dé por unirse bajo una misma bandera, crear un ejército común y una marca reconocible para una ciudad que anda huérfana de referentes y, sobre todo, de alegría. Un nombre, un color, una misión. Es sólo una posibilidad remota, sí, y habrá quien la vea -y no seré yo quien le culpe por ello- como un planteamiento absurdo. Pero sería interesante probarlo. ¿O no?

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios