Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

¿Qué sucedió en Jerez el 2 de febrero de 1954?

Un inesperado hecho asombró a propios extraños aquella fría jornada de febrero de 1954.

Un inesperado hecho asombró a propios extraños aquella fría jornada de febrero de 1954.

La escritura de la intrahistoria jerezana siempre posee texto de libro encuadernado en nácar. El tiempo no necesariamente aja su abanico de hechos contrastados. De entrada, como reza un proverbio vienés, hay que “dejar vivir a la vida”. Y posteriormente asumir, como señala P. D. James en su obra ‘La hora de la verdad (Un año de mi vida)’, que “el pasado no es estático”. Esta columna, bautizada desde su natalicio como ‘Jerez íntimo’, indaga, bucea, mete las narices, curiosea, agita documentación, investiga, desempolva -y no espolvorea-, analiza, compila, extrae del pasado todo cuanto sucedió ciudad intramuros, bajo el flexo del riguroso contraste de los datos. ¡En ello andamos!

Hoy echamos el guante a una fecha concreta: 2 de febrero de 1954. ¡Ya ha llovido! Desenrollamos los bártulos de una pica en Flandes descrita con el gélido teclado de una vieja máquina de escribir. La que entonces, con su sinfonía de alfabeto periodístico, escribía en el aire la inusitada noticia. Jerez llevaba varias jornadas soportando un frío glacial. Los abrigos y las mascotas constituían kit de supervivencia. Algunos testigos directos nos cuentan que aquellos días prácticamente la ciudad quedó congelada de actividad y, por ende, de noticias. El procomún apostaba a pies juntillas por el garante del brasero (como medida preventiva).

Los fríos que asolaban y azotaban la península entró de hoz y coz en Jerez. Pilló de sorpresa al personal. In extremis a los viandantes. In fraganti a los vecinos de buena voluntad. Nada hacía prever tan albo desenlace. Un clima impropio de las latitudes de la época. Hasta que se desencadenó cuanto parecía escrito en las páginas impares de las actas de la memoria: ¡una gran nevada en Jerez! Todo quedó cubierto, de norte a sur y de este a oeste, por la blancura de esta fulgurante precipitación sólida. A eso de las seis de la tarde cayeron los primeros copos. La estampa pareció de ensueño. Los jerezanos no daban crédito. Enseguida corrió la buena nueva de boca a oreja. De parte a parte de calles y callejuelas. Ascendiendo, como una cometa de expectación, la estupefacción. Y acrecentándose el carácter histórico de aquello que descendió del cielo como una promesa entre calé y calé.

La sonrisa se dibujó en la orografía de Jerez de la Frontera. Los chiquillos intercambiaban gritos en armónica algarabía. Cuanto comenzara a primera hora de la tarde se intensificó a las nueve de la noche. Los jardines parecían cubiertos por la sábana blanca de una mudanza de la climatología. Toda escena urbana adoptaría naturaleza inédita a ojos vistas. Los tejados contrastaban claridad frente a las sombras de la hora tardía. Los periodistas jerezanos saltaron de las redacciones al asfalto y de éste de nuevo, en un santiamén, a la redacción de la crónica ya con los gabanes y sombreros blanqueados por la acaricia -arrimada- de la nieve.

Dos días más tarde Fernando J. Peña escribía en la prensa local un artículo que tituló ‘Jerez nevado’. Comenzaba así: “Sí, perdonad que hable con provinciano asombro de este acontecimiento inusitado. Que nieve en Ávila, en París, o en Helsinki, es lo normal y lógico en esta época, pero en Jerez no. Este Sur nuestro es moreno y caliente, y el verano -¡oh nostalgia de una tarde de julio!- calcina la tierra, dejando una huella de tibieza para el invierno; y el sol, aún en los días más crudos, pone un regusto de primavera en el corazón a la hora dulce del mediodía. Hasta ahora, desconocíamos por aquí esos extremos que estos días puntúa de heroísmo la vida de muchas ciudades españolas, pero sin llegar a ello, en el mapamundi de lo imaginativo, Jerez ocupará un lugar más al Norte, porque ya su corazón invernal de ciudad del Sur late al unísono de cualquier pueblo norteño”.

No era, ni por asomo, previsible la nevada. Menos aún de tal intensidad. Jerez sumó la experiencia de una nueva riqueza. Así continuaba el escrito de Peña: “Jerez, que lo tenía casi todo, le faltaba este espaldarazo de la nieve, y anteayer lo encontró. Tenía la maravilla de sus vinos, hechos rositas de los vientos en el cuadrante universal; tenía sus campos ubérrimos; sus plantas suntuosas y sus jardines floridos; sus calles luminosas y claras como la sonrisa de la primavera; su distinción y señorío sin igual… y desde anteayer tiene también la hermosura blanca y helada de la nieve, que puede decirse ha de marcar época en nuestra ciudad”.

Como comentario de cierre y envoltura en celosía de fraternidad, no debo obviar una ilustrativa anécdota de corte cofradiero. Aquella tarde noche del 2 de febrero de 1954, estuvo reunida la comisión organizadora de la Hermandad de la Cena -entre los que se encontraban los recordados José Guerra Carretero y José Ramón Fernández Lira- con el propósito de redondear los trámites legales para la puesta en marcha de la corporación. Presidió aquel encuentro el párroco de San Marcos Cristóbal Escribano Oliva. Al término del mismo, y tras salir al exterior los cofrades de la Cena, observaron el efecto mágico de la ciudad cubierta de nieve. Y, como literalmente se describía desde la institución, “era como si la Santísima Virgen de la Paz quisiera extender su blanco manto por toda la ciudad, en señal de agradecimiento por este resurgir de su Hermandad”.

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