Cordobeses en la historia

Una mártir cordobesa en el reinado de Abderramán II

  • Santa Flora de Córdoba nació de un musulmán y una cristiana; heredó la fe de su madre, coincidió con el propulsor del martirio, San Eulogio, y en noviembre de 851 fue decapitada junto al Guadalquivir

QUIZÁ Flora de Córdoba sea la mártir más joven y hermosa en la larga lista de nombres dado por esta ciudad al santoral. Dicen que vino a nacer en casa de una cristiana cordobesa, viuda de un sevillano musulmán y le pusieron el nombre de Flor. La madre lo era a su vez de un varón y de otra hija más; a ambas las educó en el cristianismo, mientras el muchacho abrazaba la fe de su padre y, en el entorno, crecían las diferencias entre cristianos y musulmanes.

Cuando los hijos llegaron a una edad adolescente y el único hijo varón quedó convertido en padre-tutor de sus hermanas, las distancias entre cristianos y mahometanos eran ya grandes abismos de cuyas brechas no escapó la familia. El hombre comenzó por mostrarse contrario a las prácticas de Flora y, ante su rebeldía, acabó por prohibírselas. Se desencadenaron entonces las salidas a escondidas de ella, tan sólo para asistir a los cultos, y cuando la vigilancia lo hizo imposible, huía a las iglesias cristianas y allí se refugiaba hasta ser descubierta por su hermano.

Agotados todos sus recursos, incluido el castigo físico, el muchacho recuperó el diálogo con Flora, tratando de concienciarla sobre los peligros que entrañaba profesar públicamente su fe en unos tiempos tan difíciles. Sólo consiguió reafirmar sus convicciones y aproximarla aún más a quienes habían convertido a los seguidores de Cristo en enemigos de Mahoma.

La guerra religiosa tenía lugar durante el emirato de Abderramán II. Los hábitos de los omeyas habían empezado a calar en la sociedad cordobesa; quizá porque las costumbres relajadas del emirato eran diametralmente opuestas al retiro, los grandes sacrificios, la abstinencia y las expiaciones que los sacerdotes cristianos propugnaban; de modo que pronto comenzaron a ser relegados e incluso humillados públicamente; hasta el extremo de que los niños, les trataban con repugnancia, huyendo de ellos para no rozarse con sus ropajes.

Más que arabizados, apunta Reinhart P. Dozi "los cristianos de Córdoba se acomodaban muy bien a la dominación extranjera… tomaban harenes… fascinados por el brillo de la literatura arábiga, despreciaban la latina…" y los sacerdotes lo consideraban una traición. El choque de algunos conceptos entre la fe de Mahoma y la de Jesús, a pesar de su raíces abrahámicas, era cada vez más evidente. Mientras el profeta de los cristianos los quería, "nutridos con ideas ascéticas, y les estaba prohibido el amor de la mujer", Mahoma autorizaba la poligamia y ofrecía un Paraíso poblado de hermosas huríes. Así eran los discursos comparativos de uno de los líderes religiosos (San Álvaro) entre "el Salvador" y "su enemigo": el primero dedica el sexto día al ayuno, el segundo se ocupa en la gula y la lujuria; y en tanto Cristo promulgaba el matrimonio, Alá permitía el divorcio. Desconocedor de las reglas del Corán, dice el filósofo holandés, "en vano le decían aquellos de sus correligionarios que la conocían mejor, que Mahoma había predicado una moral pura", porque prendió entre muchos aquella idea que equiparaba al Islam con el paganismo romano, considerándolo una "idolatría inventada por el diablo". Entre esas familias cristianas, estuvo la de Eulogio. Hermano de un funcionario omeya, de dos comerciantes y de la monja Aulona, entró muy joven como sacerdote en la iglesia de San Zoilo (San Andrés) donde pronto coincidió con Álvaro, abrazó su cruzada, encontró a Flora y animó definitivamente su resolución al sacrificio que ambos líderes propugnaban, desafiando a los obispos.

Cuando Eulogio conoció a Flora había sido denunciada por su propio hermano al cadí, quien la mandó torturar desgarrándole la nuca a latigazos. Devuelta a su casa, no impidió la vigilancia que huyera a la de un cristiano donde encontró a Eulogio y le enseñó sus llagas, como escribiría Ibn-Khaldun: "tú me considerabas tu padre espiritual y me creías puro y casto como tú misma… Hubiera querido curarla oprimiéndola con mi labios, mas no me atreví".

Flora huyó de Córdoba y se refugió en un convento cercano, en medio de la oleada de martirios voluntarios de que fueron víctimas Perfecto, Isaac, Sancho o Sisenando, entre otros muchos. Allí conoció a María, hermana de otro mártir por renegar del Islam y, en adelante, serían inseparables. Juntas volvieron a Córdoba para ofrecerse en sacrificio, siguiendo el rito habitual de blasfemias a Mahoma ante el cadí. Éste -"quizá por su juventud y su belleza", prosigue Dozy- les perdonó la vida, las hizo encarcelar, tratando de persuadirlas. A punto estuvieron de lograrlo; pero en el presidio volvieron a coincidir con San Eulogio. Y cuando el cadí las hizo llamar, a petición del hermano de Flora, ambas volvieron a renegar. Así, el 24 de noviembre de 851, fueron decapitadas junto al Guadalquivir. Siguiendo la costumbre, sus cuerpos permanecieron varios días insepultos antes de ser arrojados al río. Los cristianos llevaban sus cabezas a la iglesia de San Acisclo y Eulogio escribía a Álvaro Paulo: "Nuestras vírgenes, instruidas por nosotros entre lágrimas, en la palabra de la vida, acaban de obtener la palma del martirio".

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