Octavo festejo de abono de la Feria de San Fermín

Épico retorno de Pepín Liria a Pamplona

  • El diestro corta una sufrida oreja tras una actuación por momentos dramática.

Pepín Liria con su trofeo.

Pepín Liria con su trofeo. / EFE

El veterano Pepín Liria, que volvía a Pamplona diez años después de su retirada de los ruedos, cortó este jueves una sufrida oreja en los sanfermines tras una actuación por momentos dramática y que, por la vía emocional, volvió a enardecer a una plaza donde obtuvo muchos de sus más épicos triunfos.

Aun así, nadie se acordó de todas aquellas tardes de gloria de finales de los 90 y de primeros de siglo al principio de la corrida, cuando ni siquiera, como es costumbre en estos casos, le sacaron a saludar tras el paseíllo.

Parecía que la de la vuelta del aguerrido murciano a "su" Pamplona con 48 años de edad era una tarde cualquiera de un torero veterano más, sin que durante su esforzada, pero nada brillante, faena al genuido, flaco y cornalón primero de la tarde, al que le puso más habilidad que aplomo, surgieran los clásicos gritos de "'¡Pe-pín, Pe-pín! con que antaño le jaleaban los tendidos de sol.

Puede que esa falta de memoria colectiva, ese ninguneo sentimental que debió sentir Liria en su regreso a una plaza emblemática en su carrera, le llevara a tirar de casta, ya que no de recursos ni de vigor, para echar el resto con el cuarto, solo que este cinqueño, con 605 kilos sobre los lomos, pedía, por raza y condición, algo más que nervio y un forzado arrojo.

Las primeras embestidas a la muleta fueron tan claras y nobles como largas y entregadas, sin que el veterano de guerra llegara a apurarlas en toda su extensión y condición, solo con oficio para esquivarlas con cierta gracia pero sin el mando necesario para someterlas.

Y fue así como, sintiéndose siempre vencedor en la pelea, se creció el encastado "victoriano" hasta ir poniendo cada vez en mayores dificultades a Liria, que se dejó llevar por el enemigo hasta las tablas, donde, sin grandes reflejos, sufrió enseguida las primeras consecuencias de su renuncia: achuchones, golpes, amagos de cornada evitados in extremis.

Aun así, su orgullo herido le llevó hasta el límite de la inmolación y, sin aceptar una derrota, se desplantó de rodillas y de espaldas ante el toraco, que le hizo pagar su osadía prendiéndole sin esfuerzo y de fea manera, hasta estrellarle contra el estribo de la barrera.

Con la taleguilla destrozada y sangre en su amplia frente despoblada, aún tuvo arrestos Liria para volver a ponerse de hinojos en dos apurados pases por alto y para tirarse a matar en rectitud, a pesar de salir rebotado y perseguido dramáticamente, salvándose de puro milagro de la cornada, en la última oleada de un toro muy distinto al que empezó la faena.

Entonces sí, volvieron aquellos antiguos gritos y la plaza, emocionada y conmocionada, refrescó una antigua admiración hasta el punto de pedir clamorosamente dos orejas que el presidente, más ecuánime y menos impresionado que la mayoría, dejó solo en una.

Esos fueron los momentos de mayor y única intensidad de otra corrida monótona, en la que El Juli, en su único paseíllo en los Sanfermines, trasteó con suficiencia y distancia, sin mayor temple ni apuesta, frente a un lote desclasado, similar al que sorteó el joven Ginés Marín, que, preocupantemente, volvió a manejarse con la misma falta de fibra y de convicción que la tarde anterior.

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