Calle Larios

Por una política animal

  • Que cada Feria vuelvan las imágenes de los caballos agotados y azotados debería mover a la reflexión urgente sobre derechos y obligaciones, sobre el abuso y la responsabilidad

  • África empieza en Málaga

Un descanso en el Cortijo de Torres.

Un descanso en el Cortijo de Torres. / Domingo Mérida (Málaga)

El castor es un roedor semiacuático al que se le reconoce una de las conductas más solidarias del reino animal: los diques que construyen en los ríos conforman en los cursos hídricos estanques y embalses que sirven de perfecto hábitat a otras muchas especies. El ser humano ha sacado también provecho a lo largo de la Historia del castor, pero en un sentido muy distinto: su carne, su piel y sus glándulas, especialmente codiciadas por las industrias cosmética y farmacéutica, lo convirtieron en una pieza de muy alta cotización para los cazadores europeos, de manera que, mientras el roedor lograba sobrevivir en Norteamérica (gracias, en parte, a que la demanda peletera se fue concentrando progresivamente a este lado del Atlántico), su presencia se redujo a mínimos en el Viejo Continente, por mucho que los historiadores latinos hubieran dado cuenta de su presencia en la Antigüedad hasta en el Guadalquivir. En el Reino Unido, donde se llegaron a cazar medio millón de ejemplares al año, se le dio por extinguido en el siglo XVI hasta que en 2008 aparecieron unos ejemplares en el río Devon, lo que confirmó una resistencia invisible sostenida durante más de cuatro siglos. A día de hoy, el castor es objeto de reintroducción en diversos ecosistemas de países como Alemania, Francia y Suecia, además del mismo Reino Unido, con planes ministeriales de por medio, ya que la comunidad científica ha señalado que sus diques pueden ser un aliado fundamental en la contención de grandes inundaciones. En el contexto adverso impuesto por el cambio climático, con inviernos más duros y menos precipitaciones pero cada vez más torrenciales, que los castores hagan su trabajo podrá ser parte de la solución para que nosotros sigamos haciendo el nuestro. El del castor es sólo uno de los muchos ejemplos de animales amenazados por la mano del hombre cuya presencia podría sernos beneficiosa de manera natural, sin extinción de por medio. Pero ya se sabe que la relación de los seres humanos con el reino animal se da únicamente a tenor del aprovechamiento aniquilador. El escritor J. M. Coetzee se atrevió a utilizar el término holocausto al respecto hace ya algunos años y se vio envuelto en una polémica que le sigue persiguiendo a día de hoy, pero que 76.000 millones de animales sean sacrificados cada año para consumo humano en todo el mundo (850 millones en España) debería servir para que se diera una reflexión más allá de la dichosa foto al chuletón cada vez que Alberto Garzón, el Papa Francisco o la Gallina Caponata sugieran que convendría reducir la ingesta de carne en la dieta habitual.

El cuidado de los animales como conducta preferible obedece a la cualidad que se nos presupone: la humanidad

Al holocausto referido por Coetzee le sucede como al castor en Devon: suele ser más difícil verlo en los entornos inmediatos. Pienso en todo esto cuando reviso, otra vez, como en cada edición, las imágenes y vídeos de caballos que caen reventados después de largas jornadas de extenuación al sol o sufren latigazos sin muchos miramientos a manos de sus responsables en la Feria de Málaga. Y pienso en todo esto al comprobar cómo tales imágenes no despiertan una sola reflexión por parte de las autoridades municipales, seguramente conformes con la evidencia de que pasa lo mismo en las ferias de otras ciudades. Decía Fernando Savater que los animales no tienen derechos ya que tampoco tienen obligaciones, pero que su cuidado por nuestra parte obedece a la misma cualidad que se nos supone: la humanidad. El caballo que tira de un coche al sol durante todo el día no tiene derechos, si bien la decisión de subir al coche para que todos vean lo guapos que hemos venido a la Feria, a la hora que sea, porque yo lo valgo, tampoco obedece a un derecho, sino a un capricho. Y hacer prevalecer ese capricho a toda costa por encima de la salud del caballo es humanamente repugnante. Así que habría que encontrar la manera de establecer una regulación para la protección animal de manera que se perjudique lo menos posible a los caballistas a la vez que se preserve la integridad del caballo. Es un problema, claro que sí. Pero adivinen para qué sirve la política. Haría falta que, de una vez, se acabara con esta impunidad y estos tristes sucesos para que el éxito de la Feria de Málaga sea completo.

El Ayuntamiento debería tener presente que la tan cacareada sostenibilidad pasa también por aquí

Quedaría este artículo incompleto si no abordara la otra gran cuestión animal de la Feria: la tauromaquia. El cariz cultural, artístico, rural e histórico de las corridas donde se tortura a los toros en una muerte lenta parecen llevarse el asunto a otro sitio, pero cabe recordar que los antiguos griegos sustituyeron los sacrificios masivos (los holocaustos a los que se refiere Coetzee) de animales en los altares por las tragedias representadas en los teatros bajo la misma premisa: la humanidad. Cuando en la Inglaterra del siglo XVI perdieron popularidad las maquias de hombres y bestias que se celebraban en los viejos recintos de piedra, se asentaron las bases para el teatro isabelino. Y, a cambio, los ingleses ganaron a Shakespeare. Así que tampoco estaría mal profundizar en el debate al respecto y considerar que la compasión hacia los animales nos hace más humanos (en el buen sentido, claro). Mientras tanto, el Ayuntamiento, que sí tiene competencias para intervenir en el maltrato a los caballos, debería tener presente que la tan cacareada sostenibilidad también pasa por aquí. Y actuar cuanto antes.

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