Calle Larios

La noche recobrada

  • Sin la luz de los escaparates, la oscuridad de las últimas horas vuelve a vestir un escenario propicio a las conductas clandestinas, como en otra ciudad que fue y hoy sólo es sueño

  • Érase una vez el comercio en Málaga

No hay mucho que hacer aquí: el paso casi se acelera por su cuenta.

No hay mucho que hacer aquí: el paso casi se acelera por su cuenta. / Pepe Gómez

Hay que ir al centro, claro. En los barrios, salvo honrosas excepciones, la noche ha seguido siendo la misma, la que se recoge tras el cerrar de una persiana, la que hace las cuentas de la jornada y se consuela después con una cerveza en el bar de la esquina antes de subir a casa. Pero en pleno corazón, aquí donde nos la jugamos a cara de perro, la ciudad llevaba ya décadas sumida en la opulencia gozosa de no dormir nunca, de mantener viva la ilusión de que la maquinaria no se detiene, de poner coto a la oscuridad que sigue a la puesta de sol y al descanso que inspira. Parecía, cierto, que la noche había sido extirpada, despedida. Siempre se puede hacer algo aquí, observar los escaparates encendidos de las franquicias al uso, aprovechar los horarios cada vez más extendidos a la madrugada, buscar sitio en alguna terraza mientras en la calle Larios reina la certeza de un día eterno. Luz, más luz: si hace falta, montaremos el alumbrado más aparatoso de España y lo mantendremos activo la mitad del año, siempre será la hora que queramos, no la que imponga el reloj, no la que determine la rotación terrestre, no quedará ni rastro de la luna, ni de las estrellas, ni del manto negro que cubre las pesadillas y las conductas clandestinas, a menudo ilícitas, que la penumbra favorece. Con todos los escaparates y edificios iluminados, no hay noche que valga. A cualquier hora del día podemos vernos las caras. Todo lo que hacemos queda convenientemente registrado en las cámaras de seguridad, no hay rincón que quede a merced del maleante, ni calle en la que el merodeador furtivo pueda quedar tranquilo. Las alertas se disparan cuando atraviesas la Plaza de la Merced y llegas a Lagunillas, donde ya no hay escaparates pero sí solares vallados con tapias inútiles y callejones imprevistos. Aquí ya es más difícil identificar a quien pasa, advertir las intenciones del transeúnte, tal y como se le supone a la noche, la que había albergado los cónclaves menos edificantes, la que sirve de pasto a los lobos menos amables, hasta que, en el centro, los escaparates iluminados difuminaron el espectro y lo dispersaron hasta los márgenes estrictos de la literatura. Ahora, las medidas del plan de ahorro energético nos han devuelto aquella noche a la misma calle Larios, al centro más vivo e inquieto, el que bulle ahora hasta dejarse la piel y algo más al ritmo de la Feria; o, al menos, una ensoñación de la misma, un remedo de noche plena también aquí, donde la conquista parecía cantada. Un caminar más urgente, tal vez, una mayor prisa hasta la siguiente plaza, la constatación de que si los escaparates están apagados no hay nada que hacer aquí, vamos.

Casi parece que vuelve la noche de nuestros padres y abuelos, la de los serenos y maleantes

Entonces, sí, nos referimos al centro. Algunos hablan de tristeza. Pero supongo que al final con la tristeza pasa lo mismo que con la felicidad: cada uno la gestiona como puede en su día a día. Sí que late algo parecido a una nostalgia primaria, un no sé qué que se halla por ventura, como expresó San Juan de la Cruz al escribir sobre la noche oscura. Casi parece que vuelve la ciudad de nuestros padres y abuelos, la de los serenos que abrían los portales a quienes no atinaban con la llave porque todo lo veían dos veces, la de los maridos que volvían a casa desde la taberna a horas intempestivas y cruzaban los dedos para no ser reprendidos, la de los novios que se detenían en una esquina tras la salida del cine a meterse mano, la que ofrecía la mayor discreción posible a las conductas sancionadas por los guardianes de la moral, la de los rateros y asaltantes, la de quienes se aliviaban en cualquier recachita después de haber bebido demasiado vino. La noche era entonces la prolongación de la sala de cine, la intimidad oscura donde ocurría el beso, el roce de la mano en la rodilla, cuerpos que derribaban poco a poco las fronteras erguidas en la Acción Católica, el territorio febril donde cabía todo lo malo, donde acechaban Don Juan Tenorio, Drácula y Jack El Destripador. Algo de esa noche vuelve ahora con los escaparates apagados: un centro urbano donde la observación esmerada se relaja y la luz ya no es tanta, una invitación al recogimiento, a volver a casa, o a quedarse a sabiendas de que poco se puede hacer aquí más que vagar sin rumbo ni protección. Sólo los gatos que siguen campando a sus anchas en el Teatro Romano habían mantenido en secreto el pábilo de aquella noche, hoy recobrada a cuenta de una guerra, como si también nosotros nos batimos a pecho descubierto.

Sin embargo, las medidas de ahorro energético nos permiten comprobar que la noche ya no sirve para nada

Y sin embargo, las medidas de ahorro nos permiten comprobar que la noche ya no sirve para nada. Que en el centro no hace falta que se oculte el sol ni que se apaguen los escaparates para que quien quiera evacuar a gusto en la puerta de un museo, sisarle la cartera al despistado de turno, hacer el burro con un megáfono, quitarse la ropa que crea conveniente o protagonizar un esforzado número de pornografía elemental se desquite a gusto, con Feria o sin ella. Cualquier cosa así puede suceder cualquier día, a cualquier hora. Pero supongo que si inviertes todo el dinero del mundo para presumir en los foros más selectos de que tienes una ciudad dispuesta a recibir con los brazos abiertos a cualquier tarado, eso es lo que acabas teniendo (los autóctonos, ya se sabe, no necesitan ninguna campaña). Es curioso el modo en que nuestro día se parece tanto a la noche de antaño, sólo que sin clandestinidad ni miedo a las represalias. Será el agua.

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