Calle Larios

Decir barrio

  • No cuentan en la política municipal, no computan en los grandes éxitos de la ciudad, asumen su degradación entre la indignación y la resignación, pero están ahí, siguen y resisten, a pesar de todo

Decir barrio es decir vecindad y decir, al mismo tiempo, soledad.

Decir barrio es decir vecindad y decir, al mismo tiempo, soledad. / Javier Albiñana (Málaga)

Decir barrio en Málaga es decir La Paz, La Luz, Santa Julia, Ciudad Jardín, Miraflores, La Victoria, Carranque, El Palo. Los barrios a los que vuelvo a menudo para reconciliar cierto ardor de la memoria, ajustar cuentas con el que uno fue en estos sitios, hace cada vez más tiempo. Algunos barrios están hoy más cerca: apenas un breve traslado en Metro y ya puedo tomar un té helado en La Gran Plaza, o un café en Los Marfiles, mientras observo a los transeúntes que van y vienen, distraídos unos, preocupados otros, a la vez que tomo apuntes en mi cuaderno. Pero otros barrios parecen hoy más lejanos, remotos, varados en una decadencia entendida como congelación, aunque no se hayan desplazado sí ha crecido la distancia que los separa del Centro, como una órbita ahora aumentada en la que la gravedad cumple escrupulosamente su tarea. De cualquier forma, el tiempo sigue aquí leyes distintas. Cuando se habla de la pujanza de la ciudad, de su proyección internacional y la competitividad de sus encantos, sabemos que no se refieren a nosotros. Decir barrio es reparar en los locales cerrados, en los hombres que toman el sol sentados en un bordillo junto a un montón de plásticos arrastrados por el viento, en la paciencia llevada al límite en una parada de autobús. Decir barrio es ir al mercado con un carrito de la compra ya descosido y oxidado, a lo mejor con un niño de la otra mano, y negar con la cabeza cuando compruebas que también aquí el precio de la fruta se ha puesto por las nubes mientras en el telediario recomiendan ahorrar ante la crecida de la inflación. Decir barrio es observar a Mari Carmen, que hace cuentas frente al puesto de la carne para ver cómo estira un poco más la pensión de la que comen cuatro en su casa, y aprovecharé esto para hacer unas croquetas, aquí seguiré hasta que Dios quiera, todavía hago falta. En el mismo mercado del barrio hay un par de bares que sirven cervezas frías y cuatro hombres juegan una partida de dominó ante la atenta mirada de otros tres, sudadas las camisas, repartidos los mondadientes en el borde de la mesa. Fuera hace un calor de mil demonios, pero una cuadrilla de chaveas se distribuye en la calle para darle patadas a una pelota desinflada. Otra vecina, mayor, incapaz ya, en las últimas, se da un paseo en su silla de ruedas empujada por una joven que cubre su cabello con un hiyab. La doliente, piadosa, se santigua sin venir a cuento, tal vez por miedo a cruzar un paso de cebra sin semáforo; la chica se seca la frente y cuenta las horas para volver a casa, en otro barrio, a un largo paseo de esta indiferencia.  

Decir barrio es decir vida en pisos en los que hay miedo a poner el aire acondicionado por la factura de la luz

Pero decir barrio también es decir vida: la que se da en pisos de tres dormitorios a distribuir con el salón, la cocina y el baño en sesenta metros cuadrados, sin rehabilitación alguna en el último medio siglo, en edificios inmensos de ocho, diez o doce plantas de altura donde a menudo el ascensor falla y las instalaciones flaquean, donde los escapes se advierten tarde y las vecinas se turnan para mantener el portal lo más limpio posible. El barrio adquiere aquí la medida exacta del rechazo de Paquita a encender el aire acondicionado por miedo a que suba la factura de la luz más de lo que se puede permitir. Cuando sus hijos vienen a verla le reprochan que no utilice el artefacto que mandaron instalar para hacerle más llevaderos los veranos, pero es que si pones la radio da miedo escuchar lo que dicen, no te has enterado de que con la guerra hay que apretarse el cinturón por lo menos hasta fin de año. En el otro extremo del continente hay una guerra que singularmente nos atañe, pero, mientras tanto, decir barrio es nombrar la guerra en la que se parte la cara Luis cada día para mantener abierta su charcutería, que abrió cuando creía que lo peor de la pandemia había pasado, dicen que a los chinos no les va mucho mejor, cómo lo hacen. Decir barrio es una amenaza de desahucio. A Paquita sus hijos le cuentan que podría alquilar su piso fácilmente por novecientos euros al mes, pero quién se va a venir a vivir a este culo del mundo por ese dineral, piensa, mientras se asoma a la ventana abierta con tal de aprovechar cualquier brisa que se atreva a llegar hasta aquí.

Decir barrio es decir cemento, hormigón, ladrillo. La ciudad es aquí un páramo de jardineras secas

Decir barrio es decir cemento, hormigón, ladrillo. La ciudad es aquí un páramo de jardineras secas, sin sombra, de parques infantiles destrozados y bancos en los que nadie en su sano juicio se sentaría a descansar. No hay nada parecido a una zona verde: el poco césped que había en las lindes de esta plaza se extinguió hace ya mucho. Sólo quedan rastrojos entre envoltorios y latas. Decir barrio es recordar la cantidad de veces que los vecinos han llamado al Ayuntamiento para pedir que instalen una fuente, sin éxito. Las mismas que hubo que llamar para que retiraran un árbol caído, o un coche abandonado subido a la acera. La sed es aquí moneda común, pasto de la rutina. Decir barrio es nombrar a la vecina que cuenta a otra que tiene miedo por sus hijos, que han estudiado todos pero el tiempo pasa, no dejan de decirles que se vayan, que se busquen la vida fuera, que aquí no hay nada que hacer, como si fuera tan fácil. Hay padres hastiados, hijos desesperados, niños desatendidos, personas frágiles y desprotegidas, demasiado dinero tirado a la basura en los nuevos salones de juego. A veces, sin embargo, decir barrio es invocar algo parecido a la alegría: un chiste oportuno cuando María compra otro cupón de los ciegos, a ver si te toca, vaya la que ibas a armar, a mí ya no me toca ni el conde Drácula, y entonces surge una risa que distrae un tanto la curva del tiempo, así burlamos el bajío, no hay más remedio. Decir barrio es cruzarse de hombros cuando te preguntan a quién vas votar. Hubo promesas, vinieron a hacerse fotos, se pusieron muy serios, y mira ahora. Por eso, decir barrio es asumir de una vez que los barrios no cuentan, que no computan en el éxito mundial de la marca Málaga, que a los que se frotan las manos cuando oyen hablar de una exposición internacional o de una torre en el Puerto les trae sin cuidado lo que pase aquí, y así amanece la calle cada día, comida de mierda. Decir barrio es resistir, sin embargo. Todavía, un poco más. Hasta que.

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