El bolsillo

Un país de pelotas

Nos acostumbramos a decir ciertas palabras tremendas, de forma coloquial y habitual, sin reparar en su significado literal. El etimólogo de guardia puede resultar pesado, por eso si nuestra hija dice que un compañero suyo es un “lameculos”, le diremos “tú no eches cuenta, llévate bien con la seño, hazle caso, sé aplicada y disfruta con tus amigas”, y no entraremos en juzgar lo escatológico de la imagen que hay tras la palabra. Más crudos pueden ser otros idiomas, según he indagado. Por ejemplo, al pelota, en Estados Unidos, se lo llama directamente “nariz marrón” (brown nose). Eludo explicar por qué, pero sí advierto de que no se trata de un arcaísmo heredado de los sioux. Los arrastrados, los chupamedias, los mamporreros o los maleteros de “butanito” García tienen mal cartel, aunque todos tenemos una mala tarde y no debemos tirar la primera piedra. Para existir, el peloteo genuino exige diferencia jerárquica, como el acoso sexual en el trabajo. La tentación de adular y reconocer más de la cuenta los méritos del que está por arriba es un atajo hacia la promoción o hacia la seguridad en tiempos de mudanza, por no hablar de una versión de la denominada “erótica del poder”, según la cual un jefe vulgar, grosero y en fase de vanidosa levitación puede aparecerse como un irresistible Clooney con golpes de Groucho; y el olor dulzón de su pertinaz after-shave será letal feromona. Los malacostumbramos riéndoles las gracias y sentenciando “así es, así es, dice usted el evangelio” o rogándole, en plena cena de Navidad, “cuente usted el del gitano haciendo footing, don Matías”. Y cosas peores.

No sé de dónde viene la expresión “hacer la pelota”, pero quizá han sabido como yo esta semana que, entre los europeos, los españoles son los más pelotilleros con el jefe. Y lo contrario también, creo, según me explicaré. España tiende a polarizarse, a los extremos. De forma que, en lo que nos ocupa, tenemos dos prototipos de lo más ibéricos y, a qué negarlo, bastante abundantes en Andalucía: el reptil dócil –el pelota– y el reptil viperino, el irreductible; ese tipo contrarioso que confunde dignidad, sinceridad e independencia de criterio con estar continuamente cantando las cuarenta en aras de la amistad, llevando la contraria o pronunciando el terrible introito... “yo te voy a a decir una cosa, Paco...”. Para echarse a temblar. Pero volvamos al primer extremo, al pelota. Otro día opinamos sobre el sincero coñazo.

El pelota sí es alguien en la oficina. Puede fracasar, pero también puede llegar alto. Hay jefes peloteados que se enganchan a la adulación y a que le pidan la cervecita “con mucha espumita, que es como don Matías la quiere de siempre”. Sucumben,   se hacen al halago, se convierten en adictos a la oreja entregada y al “eso está hecho, pero ya”, y corren un serio riesgo. Como dice la canción de Sting, pueden acabar enredados en su dedo (el del pelota), y encontrarse un día con que su esclavo es su dueño. Esto, si el Management me da la venia, es un clásico organizativo: nadie más cruel que un pelota cuando le llega su hora. Casi sin excepción, actúan como madrastras de cuento: las mismas caras bonitas y atención que prodigan a uno se convierten en sapos y culebras con otros. Con los de al lado y, por supuesto, con los de abajo. No deja de ser un perfil muy común; en la mili y hasta en los hogares. Pero no seamos crueles: todos tenemos una ventanita por la que nos asomamos. Seamos políticamente correctos y digamos que el peloteo al jefe es un “enfoque de Marketing Personal”. Por ahí los vamos a librar.

Según el ranking de ESCP –escuela de negocios autora del estudio–, somos campeones en ir en secreto al jefe a contar nuestra causa y a pedir apoyo para ella, saltándonos eslabones, cosa que pica mucho entre la dirección media. Estamos, pues, ante un pelotillero, pero viajado, proactivo, con propósito, con estrategia profesional. En un país donde el principal método de selección es la confianza y el nepotismo, nuestras estrategias de Marketing Personal, ahí es nada, pasan por hacer la bola, brujulear y ser pícaros. El  Buscón de Quevedo, pero con un MBA.

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