SECUESTRO EN SANLÚCAR

El cautivo de El Retorno

Quizá escuchó el estallido de la puerta del garaje como si formara parte del sueño pesado que cada noche acompañaba al aroma ácido del espray adormecedor. No reaccionó. Siguió en esa colchoneta sucia en la que ya se había orinado varias veces, con las muñecas enganchadas a los grilletes de una cadena. El ruido de la cadena, clac clac. El tintineo metálico, la colchoneta sucia, las paredes del garaje, las horas de la comida... En dieciséis días ésa había sido la rutina de Rafael Ávila, primogénito de una familia de empresarios, empresario él, trabajador, sensato, discreto. Así lo definen en su pueblo, Sanlúcar de Barrameda. Inmobiliarias, consultoras, gasolineras y una participación en la firma bodeguera Hermanos de Argüeso. Rafael, siempre tan serio, tan familiar, haciendo su papel de hijo mayor. Allí estaba, encadenado, en la eternidad de su cautiverio. No había visto otro escenario desde que la tarde del 2 de junio fue metido a empellones en una furgoneta a la salida de su oficina. La furgoneta, un rato indefinido de carretera y ese maldito garaje. Quizá esa luz que le cegaba ahora fuera con la que le enfocaba uno de esos secuestradores que cada cierto tiempo le amedrentaba diciéndole que no sólo iba a morir él, sino que también matarían a su familia. Pero levantó la mirada y era un corpulento policía. Tardaría unos segundos en reaccionar antes de abrazarse a sus piernas, un gesto que decía: “Ahora que has llegado no te vayas, no seas un sueño”. “Gracias, gracias”, no paraba de repetir. Y quizá sintió miedo cuando un policía que acababa de  susurrar “escucha” a alguien al otro lado del móvil le pasó el aparato. No sabía muy bien qué decir. Casi no se le entendía. Al otro lado estaba su hermano José Manuel. Es como si no salieran las palabras de su boca, como si las dijera otro. Pero se escuchó decir que estaba bien y, sobre todo, cómo está Pablo, su hijo de 10 años. Y José Manuel, emocionado, le dijo que Pablo estaba bien y él suspiró de alegría desde esa situación que su hermano definiría después como “estar entre dos mundos, entre la realidad y la irrealidad”.

Eran las dos de la mañana y sonó el teléfono. José Manuel Ávila se había ido a descansar sabiendo que expiraba el plazo por el pago del rescate, dos millones de euros, que la familia, afirma, no había podido reunir ni acudiendo a amigos. Y eso que habían conseguido una rebaja después de seis desesperantes días en los que los secuestradores los tuvieron sin noticias. La primera vez que hablaron con ellos fue unas 12 horas después de la desaparición de Rafael. Una conversación corta con un tipo de acento andaluz. Diez millones habían pedido entonces. ¿Diez millones? Imposibles de reunir. Seis días después, la foto de Rafael con un periódico con la fecha del día. Estaba vivo. Dentro de lo que cabía, fue un alivio porque José Manuel confiesa que en la casa de los padres, Villa Rosa, un hermoso palacete con un jardín donde revientan de color las flores, unos se miraban a los otros sabiendo lo que cada uno pensaba, sin decirse nada. Tal vez nunca le volverían a ver. No, no. “Ánimo, todo saldrá bien”· Pero era mucho dinero. Y la madrugada del miércoles sonó el teléfono y al otro lado una voz que decía “escucha”. A continuación, Rafael, la voz de Rafael, casi inaudible, preguntando por Pablo. Y José Manuel se lo diría a Pablo, que papá ya está bien y vuelve a casa. Pablo estaba seguro, no tenía dudas. “A papá lo han liberado los policías de las películas”.

Los policías de las películas pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron de que sólo unas horas después de que se hubiera producido la desaparición en toda la prensa se hablara de secuestro. Discreción, por Dios. Los secuestradores ya tenían un buen margen de maniobra. Bueno, bueno, tranquilidad. La Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta analizó pausadamente los datos. Primero, esto no parece un secuestro express; segundo, esto no parece obra de bandas del Este; tercero, tenemos una llamada como principal hilo de donde tirar. Paso a paso, poquito a poco. Fuentes policiales afirman que es difícil trabajar con un montón de periodistas haciendo preguntas y publicando hipótesis. Sabían que la familia estaba negociando. “¿Qué íbamos a hacer?”, se disculpa en público José Manuel en el hotel Guadalquivir, en una rueda de prensa dada por la familia el pasado jueves. Bueno, es normal, qué iban a hacer, afirman desde la Policía. El cerco se iba cerrando. Gente de aquí, no demasiado expertos. Pinchazos telefónicos, coches sospechosos... todo iba cuadrando. Despacio, despacio. ¿Se sabe algo? No, nada, pero lo cierto es que varios días antes de que expirara el plazo la banda ya estaba localizada, aunque había que actuar con cautela. Pocas palabras a la familia, sólo darles confianza. José Manuel afirma que no sabía que los Geos iban a ejecutar el rescate. Antes de las dos de la mañana el chalé El Retorno, en el término de Almonte, a pocos kilómetros de la aldea de El Rocío, era rodeado por un grupo de Geos. Dos de la mañana. Orden definitiva de entrar. Un pequeño explosivo. El jefe del grupo, inmensamente feliz, alumbra con su linterna a Rafael y Rafael se abraza a sus piernas como si dijera “no seas un sueño”.

Cuando Raúl Brey, un tipo que alardeaba de ser primo de Mariano Rajoy, escuchó los primeros ruidos a las dos de la madrugada del miércoles ya era tarde para reaccionar. Tenía a la policía encima y debió pensar que el plan ideado por un siniestro personaje que responde al nombre de Luis Rodríguez Pueyo era una chapuza. No era de extrañar si se piensa que Pueyo es un viejo conocido policial, un temerario estafador de estrafalarias ocurrencias. Caso Arny, caso Nani, caso Publio Cordón... impostor que se consideraba de altos vuelos. Había contactado con un empresario de Sanlúcar que les habló de los Ávila y Pueyo se buscó una nueva personalidad, la de Joaquín Ávila, fallecido hace tiempo. Poco a poco fue reclutando a una banda de delincuentes y gente con deudas. Vamos a sacar dinero fácil en dos semanas. En eso quizá pensaría Raúl Brey, el dueño de El Retorno, el que siempre era tan amable en la gasolinera cercana donde realizaba las compras del fin de semana. Raúl Brey, el que siempre decía aquello de “a que no sabes quién es mi primo”. Ahora, a las dos de la mañana, esposado. Novato en secuestros, esta vez sí que la había hecho. Con él caían diez más, todos los que estaban en el negocio.

 Y Rafael regresaba a casa de sus padres, agotado, sin querer ver a nadie que no fueran sus hijos y su familia. Aturdido todavía, le decía a su hermano que, por el momento, prefería no hablar de su infierno, de su cautiverio. Estaba cansado, muy cansado... 

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