Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

La vida en el codo

Lo curioso es que tratamos a nuestro codo como si no formara parte de nuestro cuerpo, como si fuera un apéndice extraño, ahí pegado

La vida en el codo La vida en el codo

La vida en el codo

Quién nos iba a decir que esta pesadilla/pandemia por la que estamos atravesando iba a encumbrar, hasta el Olimpo anatómico, no a unos ojos bonitos o a unos labios sensuales, o a una nariz atractiva y enérgica o a un cuello noble, a lo Cayetana, sino al codo. Esa articulación que tan malos ratos nos ha deparado cuando la hemos chocado contra los pomos de las puertas, o contra los cantos de las mesas, y hemos sentido ese dolor frío y punzante, que ha conseguido abrir el grifo de nuestras lágrimas. El codo, sí, el codo tiene el papel protagonista en esta película terrible y grosera, y muy pesada, y como una estrella ocupa su puesto en la alfombra roja que desplegamos cada día. Como un escudo, como la más fiable de las protecciones, como blindaje de nuestro organismo ante el acechante virus.

Le deberemos la vida a nuestro codo, y por eso alzaremos estatuas de codos en las plazas y las avenidas, constituiremos el Día Internacional del Codo y hasta habrá un gran homenaje público al Codo Anónimo, como símbolo de solidaridad, generosidad y fidelidad. Ese codo que lo dio todo, sin esperar nada a cambio, se podrá escuchar en el discurso oficial. Messi, Cristiano y Neymar tienen contados los días de gloria, si es que ya no han pasado a mejor vida. Hamilton, Gasol, Nadal y Alonso que se olviden de los contratos astronómicos de hasta ahora y de seguir ocupando las portadas de los periódicos. Ya no serán más, nunca más, los primeros puestos de Twitter; se les acabó el TT. Ya no importa la cantidad de goles que puedas meter, ni si eres capaz de encadenar tres triples consecutivos o de ganar Roland Garros por vigésimo año consecutivo, todo eso ya carece de valor, de verdad. El oro, el verdadero oro, es abrir puertas y ventanas con el codo sin apenas inmutarse, sin esas maniobras circenses que estamos desplegando tanto estos días. Si nos viéramos, desde la fría distancia, nos daríamos cuenta de la comicidad de nuestros movimientos, de los laberintos de dedos y brazos que llegamos a ofrecer. Mejor no vernos.

Ni másteres, ya sean verdaderos o no, ni ojos azules, ni dominar seis idiomas, ni saber programar, ni don comercial, ni tener el oído de Prince, ni la risa de Julia Roberts, ni ser capaces de hacer multiplicaciones mentales de cifras de diez números, ni vientre de tableta, ni hipnotizar desde la barra fija, ni inteligencia ni empatía ni nada de nada, ser el más habilidoso con el codo, ahí está y ahí reside la gran diferencia, el valor absoluto. Así lo ha dictado esta pandemia que nos asola, confina y acojona, así nos los recomiendan. La nueva normalidad es un codo, reside en un codo, depende de un codo.

El gran triunfador, la nueva personalidad, el celebrity, el VIP, el todo, el nuevo rey es el codo, sí, tal cual. Y pronto veremos en televisión entrevistas con los propietarios de los codos más expertos, puede incluso que monten un reality, a lo Masterchef con pruebas a superar por los codos de los concursantes y seguro que no tardan en informarnos de que tal o cual estrella de esta nueva categoría ha asegurado su codo en no sé cuántos millones de euros. Y los informativos abrirán con un nuevo récord, con una nueva habilidad, que contemplaremos absortos, alucinados, envidiosos en su mayoría. Y concursos de Miss y Mister Codos, yeah. Todo eso lo veremos, claro que sí, antes que después, pero a muy pocos les sorprenderá.

Lo curioso de todo esto es que tratamos a nuestro codo como si no formara parte de nuestro cuerpo, como si fuera un apéndice extraño, ahí pegado, que no nos puede transmitir nada. Como si no fuera de hueso, carne y piel, como si estuviera hecho de acero, inmutable a todo, todopoderoso. Y lo que peor llevo, no lo puedo ocultar -tal vez sea lo que más me cuesta de la denominada nueva normalidad-, es que hayamos sustituido los besos y los abrazos por un absurdo y hasta ridículo choque de codos.

Prefiero, mil veces, un mirarnos a los ojos, abiertos y sinceros o decirnos un te quiero o un te he echado de menos a boca llena, incluso pisarnos -sin saña, claro-, que rozarse los codos. Seguiré abriendo puertas y ventanas con los codos, es lo que toca, pero los besos y los abrazos, ay, prefiero compartirlos de otra manera (respetando la distancia social, por supuesto).

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios