Tribuna

Fernando castillo

Escritor

La víctima perdida

La muerte de Pedro Barrios sólo la recogieron algunos periódicos, y cuando lo hicieron fue para sugerir su posible vinculación con el atentado de Carrero

La víctima perdida La víctima perdida

La víctima perdida / rosell

Aquel 20 de diciembre de 1973 amaneció muy frío en Madrid. Las vacaciones navideñas habían comenzado, el avión de Henry Kissinger ya había despegado tras su visita de Estado y el día prometía ser tenso, pues el Tribunal de Orden Público comenzaba en las Salesas las sesiones del llamado Proceso 1001 contra los dirigentes de Comisiones Obreras. Casi al mismo tiempo, y no muy lejos de allí, el almirante Luis Carrero Blanco, designado presidente del Gobierno por el general Franco en el mes junio, abandonaba la iglesia de los Jesuitas en la calle Serrano en su Dodge 3700 GT tras oír su misa diaria. Lo sucedido después en la calle Claudio Coello 104, cuando Argala, con el mono azul que le convertía en operario, accionó el disparador desde una escalera y comenzó a gritar "el gas, ha sido una explosión de gas", es de sobra conocido. Menos conocido es lo sucedido a Pedro Barrios González, el joven de 19 años que esa tarde entró a trabajar en el recién inaugurado Drugstore de la calle Velázquez, sucesor del abierto poco antes en la calle Fuencarral. Unos locales de moda que por su horario continuado, a la americana, se pensaba que traían la modernidad a Madrid y a un régimen que desde ese día entraba en estado de coma.

El impacto, porque lo fue, del atentado contra Carrero Blanco, su muerte y la de los dos acompañantes, conmocionó Madrid de tal manera que solo los sucesos del 11-M de 2004 recuerdan algo semejante a lo vivido entonces en la capital. Acompañando al frío de la tarde fue cayendo sobre la ciudad una lluvia helada, como un manto oscuro y de malos augurios, que no tardó en vaciar las calles mientras que los rumores, unos ciertos y otros disparatados, corrían de teléfono en teléfono. Las radios y la televisión, entonces solo las dos cadenas gubernamentales, repetían la versión oficial de lo sucedido mientras que los bulos y el nerviosismo crecían. Se hablaba de una noche de los cuchillos largos que llevó a conocidos opositores al régimen a dejar sus domicilios, mientras la Policía, tan excitada como desconcertada, realizaba controles y detenciones tan disparatadas como cómicas en las calles madrileñas. Al caer la tarde, la capital estaba vacía, silenciosa, como si se hubiera decretado el toque de queda al que ahora nos hemos acostumbrado, pero aderezado con miedo. En realidad no hacía falta, pues prácticamente nadie, ni coches ni peatones, estaban en la calle, donde la mayor parte de los locales habían cerrado. En la oscuridad era posible recorrer la ciudad de norte a sur y regresar en un tiempo récord tras cruzarse solo con algún taxi negro y de raya roja, los colores del llamado Movimiento.

Sin embargo, en esa noche, la que sería una nueva muerte violenta, inicialmente la noticia fue de un herido, se uniría a las del atentado etarra de la mañana. Un hecho que solo el vespertino Informaciones que dirigía Jesús de la Serna recogió en un pequeño recuadro, casi perdido entre las noticas del día y con las limitaciones propias de la censura. Un joven había sido herido en la capital de un disparo en la cabeza por la Policía en uno de esos controles que, durante el franquismo, eran a veces un estimulo para la aplicación de la ley fugas. Lo sucedido se conoció años después, tras la muerte de Franco. Esa noche inclemente, mientras quien esto escribe recorría un Madrid desierto, miembros de la Brigada Político Social entraron en un piso del número 13 de de la calle Alonso Heredia en el barrio de la Guindalera, donde detuvieron a Simón Sánchez Montero, un histórico militante comunista que ocupaba un piso franco del PCE, convencidos de su relación con el atentado.

Mientras todo ello sucedía, arreciaba la lluvia. Pedro Barrios, de vuelta de su trabajo, decidió refugiarse en un portal abierto aunque deseaba llegar pronto a su casa, ya cercana, en un día tan desapacible como peligroso. Al poco de entrar, el estrepito y las voces que se oían en la escalera le asustaron, por lo que salió corriendo por la estrecha acera apenas iluminada por la luz verdosa y mustia de los faroles todavía de gas. Todo sucedió rápidamente. Un grito de alto, seco y rudo, al que siguieron un disparo y otros gritos. Aterrado, Pedro se ocultó tras una furgoneta y allí, sin entender nada, el disparo de un policía que estaba de guardia en la calle le atravesó la mandíbula. El día 5 de enero, tras dos semanas de agonía, moría en el cercano Gran Hospital. Su muerte solo la recogieron algunos periódicos, y cuando lo hicieron fue para sugerir su posible vinculación con el atentado, pues entonces de la actuación policial no se hablaba. De los muertos de ese día -el almirante Carrero Blanco, su chófer y el policía de escolta- el único que se ocultó y luego se olvidó fue el de Pedro Barrios. Su recuerdo, como los Drugstore, se fue deshaciendo con el tiempo, quedando apenas prendido de un recorte de periódico que, charlando con Lorenzo Castro, he recuperado ahora.

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