Tribuna

Francisco núñez roldán

Historiador

El tren de ayer se aleja

Cuando todavía tenemos presente, cuando todo es irremediable ¿qué importa el pasado? O como dijera Kiko Veneno: "No vivo de echar de menos, vivo de echar de más"

El tren de ayer se aleja El tren de ayer se aleja

El tren de ayer se aleja / rosell

García Márquez confesó hace muchos años que la nostalgia era la materia prima de su escritura. Y en algún lugar he leído que toda literatura es nostalgia, ese dolor por la ausencia de un bien perdido o el deseo doloroso de regresar con el recuerdo al pasado. Es seguro que el sentimiento ya existía antes del neologismo que lo designa, creado a partir de los términos griegos, nóstos, regreso y álgos, dolor. Pero fue durante el Romanticismo, una cultura de lo sentimental, cuando se generalizó su uso y su idea. No fue casual que en esa época nacieran los movimientos nacionalistas como la expresión de un deseo ferviente de volver a una patria ancestral, a una tribu paradisíaca perdida, a una lengua olvidada.

Pero más allá de las nostalgias colectivas alimentadas por oscuros intereses políticos, la nostalgia es, como el amor o el odio, la tristeza, la culpa o el miedo, un sentimiento profundamente íntimo e individual. La literatura lo ha escenificado. Que ésta sea conmovedora o nos invite a la evasión mediante personajes nostálgicos y ficticios no significa que la nostalgia sea inocua o irreal. El mundo puede verse a partir de la construcción de esos personajes que han sido fruto del aliento creador de un escritor. Los sentimientos que transmiten son reales y universales. La literatura es un espejo donde nos miramos.

La nostalgia es una afección polícroma que va indisolublemente unida a los recuerdos y al tiempo, de tal manera que concierne a los que perciben nítidamente en algún momento de la vida el tempus fugit. La nostalgia excluye a los jóvenes porque no tienen pasado y cuyos recuerdos son necesariamente intrascendentes e inanes. En un cuento conmovedor, Todo lo que asciende tiene que converger, Flannery O'Connor supo oponer con clarividencia las dos posiciones generacionales antagónicas ante la nostalgia: la de una madre, sin nombre, hija de un rico terrateniente y nieta de un gobernador de un estado sureño, y la de su hijo Julian, universitario y escritor en ciernes, dispuesto a comprender la nueva realidad de la igualdad racial sobre la que ambos tenían perspectivas y opiniones distintas.

La madre no se cansaba de lamentar que el mundo estaba patas arriba, que todo andaba revuelto y que nadie estaba ya en el lugar que le correspondía. Los negros, por ejemplo, estaban mejor cuando eran esclavos. Su visión del mundo y de la coyuntura histórica que la paralizaba era para su hijo de un pesimismo insoportable, causa y consecuencia de su nostalgia; un desafío y un obstáculo que le impedía observar y admitir los cambios sociales, tan veloces como irreversibles, que se sucedían en su entorno en los años sesenta.

La nostalgia le hacía repetir que siempre sería lo que había sido, por mucho que las leyes dijeran lo contrario; el joven Julian, irritado, le replicaba con la piadosa intención de convencerla que no siempre eres quien crees ser: "¿quieres mirar a tu alrededor y ver dónde estás ahora? El viejo mundo ha desaparecido". Dentro del micro cósmico autobús, que les conducía a una consulta, madre e hijo se debaten en medio de la nueva realidad que los envuelve, inaceptable para la madre y reveladora para Julian: una mujer negra que lleva de la mano a un niño sube al autobús vistiendo un sombrero espantoso igual al que su madre estrenaba aquel día. El hijo, alborozado por aquella señal del destino, reclama la atención de su madre para corroborarle su argumentación. Pero ella "vivía de acuerdo con las leyes de su propio mundo imaginario", hasta el punto que quiso ver en aquella mujer a su vieja niñera la negrita Caroline. El pasado la arrastraba sin remedio. Julian, que añoraba la casa de su infancia, era consciente de que ocupaba un lugar reconocible en relación al tiempo. Pese a que ella vivió fiel a sí misma, Julian ascendía hacia una mayor conciencia de su humanidad, como exhortaba Teilhar de Chardin. El dramático final del cuento daba así sentido al título.

Mientras leo a O'Connor, los versos de una canción de Sabina suenan a mis oídos como una solución a esa tragedia humana de vivir en la nostalgia, cuando ya sabemos definitivamente en qué lugar del tiempo nos hallamos: "El tren de ayer se aleja, el tiempo pasa; la vida alrededor ya no es tan mía". Los versos nos invitan a la resignación como un analgésico contra los recuerdos. Cuando todavía tenemos presente, cuando todo es irremediable ¿qué importa el pasado? O como dijera Kiko Veneno en este diario: "no vivo de echar de menos, vivo de echar de más".

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