Recientemente han sido publicados dos libros con el fondo común de la crisis de la Iglesia y, por ende, de la fe cristiana en el mundo occidental. Me refiero al de Chantal Delson, El final de la Cristiandad y, el más oficioso, de Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, de título igualmente pesimista, La Iglesia arde. Y no son ciertamente los únicos que se refieren a estos temas, a veces con títulos dramáticos. Recordemos también otra obra, la de Rod Dreher, de gran éxito editorial, aparecida en español hace cuatro años con un título más benévolo: La opción benedictina. No tengo aquí espacio para resumir sus contenidos. En cualquier caso, los asuntos que abordan están lejos de ser un problema exclusivo de los católicos o más genéricamente de los cristianos, cuya religión es mayoritaria en el mundo, puesto se quiera o no implica las bases mismas de nuestra cultura milenaria, así como los fundamentos de la persona humana, según viene a mostrarnos recientemente otro autor, Patrick Buisson, en su obra El final de un mundo.
Los signos de la crisis son claramente perceptibles en Occidente y aparecen reflejados, entre otros, en las estadísticas sobre cumplimiento por parte de los fieles de las normas tradicionalmente establecidas por la Iglesia, la caída de vocaciones a la vida religiosa o las actitudes morales de muchos de nuestros conciudadanos. Más aún, el Cristianismo ha pasado en un corto espacio de tiempo de ser la religión de nuestros mayores, tratada con el merecido respeto, a ser objeto de indiferencia, burla, hostilidad e, incluso, de atentados, hasta el presente ceñidos a sus lugares de culto, pero cada vez más frecuentes y atrevidos.
La Iglesia, como no podía ser menos, se ha visto afectada por estos fenómenos, pero asimismo por su propia dinámica interna tras el Concilio Vaticano II (1962-1965), coincidente en el tiempo con la revolución de los años sesenta. Hasta entonces, los papas y la Tradición (fundamental en el Catolicismo) habían constituido una defensa frente a aquellas posiciones, que procedentes de las ideologías políticas y de las grandes utopías surgidas en los siglos XIX-XX, contradecían sus enseñanzas acerca del hombre, la moral y la organización social. Sin embargo, esta fortaleza se ha ido debilitando a medida que el magma emergente del 68 se instalaba entre nosotros por medio de la revolución sexual, la crisis de autoridad y de la verdad, aspectos todos ellos que, ciertamente, afectan de lleno no solo a la Iglesia, sino al ser humano en su conjunto.
Ante la situación descrita, se ha venido acrecentado en la Iglesia un deseo de ruptura, antes minoritario, a veces inconsciente, con la tradición de la propia Iglesia y sus enseñanzas, cuyos seguidores han intentado fundamentar en el llamado espíritu del Concilio, nunca definido, y en la necesidad de apertura a los tiempos modernos y al hombre de hoy. Ello conlleva transformaciones profundas que afectan a todos los ámbitos eclesiales: autoridad, organización, doctrina, concepción del sacerdocio, traducciones de la Biblia e, incluso, liturgia.
Los cambios, inicialmente, no son nuevos: se han introducido en algunas iglesias protestantes, sin que hayan podido evitar la sangría de fieles. Y en la católica, un número variable de laicos, pertenecientes en su mayor parte a las generaciones jóvenes, se agrupan en torno de iglesias más fieles a la tradición. Pero tanto la cultura dominante, como la buena acogida en los medios que producen dichos cambios, animan a seguir en la dirección contraria a esta. Inasequibles al desaliento, a sus promotores eclesiales poco parece importarles tales deserciones, que justifican como un paso necesario para una Iglesia más madura, aunque minoritaria. Es evidente que una actitud receptiva a las posiciones de la cultura dominante resulta más segura y cómoda para los responsables eclesiales y los fieles, al poder ser mejor aceptados socialmente, aunque sea a costa de silenciar o renunciar a contenidos fundamentales de la fe y de las enseñanzas de la Iglesia. La tentación de capitulación es, por lo tanto, muy fuerte, a pesar de la profunda crisis de la cultura a la que se pretende dirigir la asimilación.
El estandarte de los cambios lo porta actualmente, sobre todo, la Iglesia alemana, cuyo sínodo se inició hace unos dos años. No condenado de forma contundente, es posible que sea propuesto en puntos importantes como modelo para toda la Iglesia, si bien no es improbable que muchos católicos respondan afianzando su pertenencia a una Iglesia más comprometida con la Tradición y la enseñanza de siempre. El camino parece abocado a medio plazo hacia la constitución de iglesias con diferentes contenidos, donde se incluirían también a las protestantes. El Sínodo sobre la Sinodalidad, recientemente abierto, podría avanzar en esa dirección, quedando así contrarrestada en parte la tentación del cisma.
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