Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Nos quedan las torrijas

Nos quedan las torrijas Nos quedan las torrijas

Nos quedan las torrijas

No saldrán las cofradías a la calle, ni veré el Atlántico, pero unas cuantas torrijas voy a comer. Con esta firmeza y profundidad comienzo mi artículo de esta semana. Eso se llama certidumbre, que es el mejor antídoto para el tufo que este tiempo nos está dejando, el de la incertidumbre. Que es la palabra elegante para definir el miedo, el acojone, el canguelo. Parece que si uno dice incertidumbre como que se mejora un poco la cosa, pero no, el acojone, el miedo, el canguelo es el mismo. Por ese mismo motivo, yo no renuncio a la certidumbre de las torrijas, que lo será de un modo superficial, liviano, y como usted quiera definirlo, sí, pero a mí me apacigua por un rato. Tanto hacerlas, como comerlas.

En casa las hacemos en plan cooperativa, todos tenemos una labor a desarrollar. Hay quien moja el pan, quien fríe, y quien envuelve en canela y azúcar. Nada de miel, vino o similar, y con pan de barra -de toda la vida-, que las torrijas siempre han sido, como las migas, las croquetas o incluso el salmorejo, hijas del reciclaje y de la economía -microfamiliar-, y han servido para adelgazar esas talegas engordadas de pan duro. Por cierto, ya nadie va con una de esas talegas de tela a comprar el pan, como también han desaparecido de nuestras cocinas esas paneras de puertas curvas que abríamos de abajo hacia arriba. Y el pan se mantenía mucho mejor en esas talegas, envuelto en tela, y hasta con su propio escondite, a salvo de las inclemencias. Eso se ha perdido. Como encalar las fachadas para la Semana Santa. Lo recuerdo perfectamente, mi barrio se vestía de nuevo, y no sólo más blanco, que también se repasaba el azulillo de los zócalos y de los marcos, como si esperásemos la llegada de alguien muy importante al que debíamos de ofrecerle una buena primera impresión.

No podremos ir a la playa, ni meter los pies en el océano, por muy fría que esté todavía el agua, pero haremos unas docenas de torrijas. Bien empapuchadas, ese el secreto, casi como si fuera una leche frita, jugosas, y qué buenas recién hechas. La primera tacada es mortal, y como siempre llegará el comentario de mi hijo, señalando que tendremos que hacer más torrijas, para él nunca son suficientes. En comparación de lo que viví durante mi infancia, estas torrijas que hacemos es un mero y enclenque eco del pasado. En mi casa hacíamos pestiños y roscos fritos, además de las torrijas, y en cantidades industriales. Pero, sobre todo, hacíamos magdalenas, que llevábamos a un horno de leña en Jesús Nazareno, muy cerca de San Agustín. Recuerdo que le cobraban a mi madre por "lata" que llenaba de magdalenas, pero no era caro, en cualquier caso. Si las torrijas recién hechas me vuelven loco, esas magdalenas de mi infancia nada más salir del horno, aunque el azúcar de la cobertura te quemara en los labios, eran una auténtica delicia. Te va a doler el estómago por comértelas tan calientes, me repetía mi madre. Todavía hoy, no sé si esa advertencia de mi madre tiene alguna base científica o simplemente quería que llegaran la máximas magdalenas posibles a casa.

No engordaremos las maletas, no llenaré el depósito de combustible ni padeceré esa noche de nervios previa a cualquier viaje, pero de torrijas me voy a poner hasta arriba. Y si tenemos que hacer varias tandas, como pronosticará mi hijo, las haremos y punto. Ya vendrán días de pollo y piña, de sudores y de no abrir el frigorífico, qué le vamos a hacer.

Reconozco que cada día me cuesta más seguir las normas, los consejos, mantener los horarios y las distancias, pero es necesario seguir haciéndolo, para que, sencillamente, haya futuro. Cuando las fuerzas y la convicción me flaquean, sólo pienso en que por cumplir con lo indicado puede que le haya salvado la vida a alguien, que haya actuado como cortafuegos en la propagación de este incendio con forma de pandemia, y eso me reconforta o, al menos, me hace creer, no sé en qué, en algo. Creo que todo ha valido la pena. Y mientras me pongo a hacer torrijas, bien empapuchadas, y bien cubiertas de azúcar y canela, y recuerdo otros momentos similares del pasado y, sobre todo, pienso en los que han de venir.

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