Tribuna

Víctor J. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional de la Unirvesidad de Sevilla

No se puede decir muy alto. Recuerda 155

Si bien no puede descartarse la aplicación del artículo 155 de la Constitución, es una obligación del Gobierno evitar que sea necesario hacerlo

No se puede decir muy alto. Recuerda 155 No se puede decir muy alto. Recuerda 155

No se puede decir muy alto. Recuerda 155

E n la conocida serie de David Lynch, Twin Peaks, un aterrador gigante aparece de tanto en tanto y le susurra a un ajado agente Cooper: "No se puede decir muy alto. Recuerda 430". El juego numerológico de Lynch, en gran medida, no es otro que el de explorar el campo semántico de los números, de tal forma que tras la reiteración enigmática de uno de ellos, cuando leemos el mismo, éste ya no representa una cantidad, sino un concepto que produce en quien lo lee una profunda inquietud cuando no miedo. Cuento esto porque creo que algo similar ha sucedido en la cultura política española con un artículo de nuestra Constitución que desde su entrada en vigor ha permanecido inédito, el hoy célebre 155. Un precepto sobre el que pronto se acuñó la idea de que "está ahí para no ser aplicado", y cuya sola mención siempre ha producido los efectos propios de la profanación de un tabú lingüístico.

Lo cierto es que, en puridad, lo que el constituyente quiso con el 155 fue integrar en nuestro modelo territorial una herramienta propia del federalismo alemán, la coerción federal, para resolver situaciones de crisis extrema por la deslealtad de una Comunidad Autónoma hacia el marco constitucional. Más allá de imponer un previo requerimiento del Gobierno al presidente de la Comunidad Autónoma desleal, y la autorización por la mayoría absoluta del Senado, el 155 no determina el alcance ni el tipo de medidas que el Gobierno de la Nación puede imponer. Una indeterminación que en su momento provocó un dilatado debate en torno al contenido de este precepto, en el que no faltaron posiciones extremas que veían en el mismo un "precepto explosivo" que podía otorgar "poderes de dictadura", y otras que, por el contrario, quisieron desdramatizar su uso como un ordinario instrumento de control estatal.

Como señalara años más tarde el profesor donostiarra Eduardo Vírgala, estas lecturas bien dramáticas, bien normalizadoras, del 155 han sido contradichas por la experiencia constitucional. El 155 permanece inédito y, lejos de comprenderse como una habilitación ilimitada al Gobierno, hoy el propio desarrollo del Estado autonómico circunscribe ya el marco jurídico para el control de las medidas que pueda tomar el Gobierno en su aplicación. Desde luego, el 155 no puede servir como presupuesto para la supresión de la autonomía que garantiza el artículo 2 de la Constitución ni tampoco, como se ha llegado a decir, para una intervención de la fuerza militar en la Autonomía díscola. Pero más allá de esto, sobre el 155 se extiende la propia lógica de la subsidiariedad; es decir: sólo se podría acudir al mismo si fallan los remedios judiciales, sin olvidar tampoco que la adecuación de las medidas autorizadas podrá ser objeto de control por el Tribunal Constitucional. En este sentido, creo que cabe interpretar que las medidas legítimas que pueden adoptarse sobre la base del 155 no son sino el envés de la concreta deslealtad autonómica, sin que quepa deducir ningún otro poder implícito a favor del Gobierno.

Ahora bien, desde la reciente reforma del Tribunal Constitucional, lo cierto es que buena parte de la funcionalidad del 155 es redundante con las competencias ejecutivas que se confieren a este órgano, el cual, no lo olvidemos, podrá suspender temporalmente en sus funciones a empleados y autoridades públicas desobedientes, encargando en estos casos la ejecución sustitutiva de sus sentencias al Gobierno central. Al Tribunal Constitucional, por lo tanto, se le ha atribuido como competencia una suerte de 155 judicial que neutraliza el significado político del mismo, buscado así evitar las connotaciones simbólicas del 155 de la Constitución. El problema es que, tomando en consideración el propio contexto en el que se debate la aplicación del 155, no puede descartarse que, más allá de incumplimientos concretos de decisiones judiciales, nos encontremos ante una declaración general de ruptura con la legalidad española, ante la cual el eufemístico 155 judicial sería insuficiente, y sólo a través del 155 de la Constitución el Gobierno podría tomar la amalgama de medidas necesarias, sin duda conflictivas, contra lo que podría considerarse un "grave atentado contra el interés general de España".

A este respecto, lo cierto es que la contumacia provocadora del independentismo catalán puede lograr que la aplicación del 155 concuerde con la representación mental que del mismo se ha construido. Aquí creo que es importante no llevarse a engaños. Lejos de la una solución constitucionalmente normalizada, la aplicación del 155 en este contexto podría servir para escenificar la quiebra de nuestra maltrecha Constitución territorial.

Por todo ello, si bien no puede descartarse su aplicación, es una obligación del Gobierno evitar que sea necesario hacerlo. Y es que la silueta del gigante con el as en la manga que susurra deseante "no se puede decir muy alto. Recuerda 155", no es una proyección del Estado, sino del independentismo catalán.

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