Tribuna

Francisco j. Ferraro

Miembro del Consejo Editorial del Grupo Joly

A propósito de Donald Trump

Las democracias deben reformar el sistema de contrapoderes y defenderse del partidismo para frenar los populismos

A propósito de Donald Trump A propósito de Donald Trump

A propósito de Donald Trump

En los últimos años he pensado muchas veces en la ineficaz estructura institucional de Estados Unidos, que estaba permitiendo a Donald Trump violentar normas y valores acendrados de convivencia y favoreciendo la fragmentación social en Estados Unidos. Un comportamiento que hubiese justificado la destitución de un presidente que se ha significado por sus reiteradas mentiras, ocultación fiscal, provocaciones, sectarismo irracional, lenguaje racista y xenófobo, incitación al odio y falta de empatía con los débiles. Pero la sucesión de comportamientos que han ido degradando la vida pública estadounidenses no han sido suficientes para que los mecanismos democráticos lo frenen o lo destituyan.

Las democracias requieren respuestas rápidas a los abusos o desviaciones de poder para que no se degraden, lo que exige transparencia, sistemas de alertas tempranas y una arquitectura institucional con contrapesos de poderes. Estados Unidos se ha considerado como un modelo de democracia eficaz, y los analistas limitaban los riesgos de los posibles excesos de la presidencia de Donald Trump porque los contrapesos de poder de su estructura institucional le proporcionaban seguridad. Pero si bien estas instituciones están presentes en su configuración de poderes, su imperfección y el partidismo han impedido un funcionamiento eficaz, como lo ha puesto de manifiesto las limitaciones para conocer la situación fiscal de Trump y su entramado empresarial y, sobre todo, las dificultades para que prosperasen algunas iniciativas de impeachment, abortadas por el Partido Demócrata ante el seguro veto del Partido Republicano en el Senado, como con el Russiagate en 2016 por las sospechas de colusión entre el candidato presidencial y los servicios secretos rusos, y en 2019 por la negociación con el gobierno ruso para la construcción en Moscú de una Torre Trump. La Cámara de Representantes si aprobó un proceso de destitución por el Ucraniagate, aunque fracasó en el Senado por la oposición de todos los senadores republicanos. Finalmente, el pasado miércoles, la Cámara de Representantes aprobó iniciar un segundo proceso de impeachment a Trump por incitar a la insurrección el pasado 6 de enero, pero no implicará su destitución por falta de tiempo. En definitiva, un largo proceso de degradación de la vida pública, que ha fragmentado a la sociedad y ha provocado el desprestigio de Estados Unidos.

Un factor relevante en esta negativa experiencia ha sido el control de Donald Trump del Partido Republicano, que ha defendido sus intereses a pesar de las evidencias prácticamente diarias de degradación política. Una experiencia desazonadora porque en los sistemas de elección nominal de los representantes democráticos teníamos una alternativa a la partidocracia dominante en España y otros países, donde las cúpulas de los partidos imponen a los elegibles para los diversos parlamentos y deciden los principales cargos en las administraciones públicas y en otros muchos puestos de otras instituciones, con la consiguiente exigencia de lealtad, lo que determina que los partidos sean organizaciones fuertemente jerarquizadas. Frente a ello, era esperable que la elección nominal por distritos electorales como en EEUU dotase de mayor independencia a los miembros electos. Pero, como parece demostrar la experiencia, el necesario apoyo de un partido para concurrir a unas elecciones tiene un coste de dependencia partidocrática, y deviene en la práctica en el poder de los partidos. Y, como consecuencia, en la desconfianza social en los políticos y el desarrollo de populismos que detestan la política tradicional y que esperan encontrar en líderes fuertes y en opciones simples las soluciones para los problemas colectivos.

Las democracias occidentales están acosadas desde hace más de una década por el ascenso de los populismos impulsados por el aumento de la desigualdad, el cambio tecnológico y la globalización, pero también por la incapacidad de reformar el funcionamiento de las instituciones democráticas para adaptarse a los cambios. Por ello, si queremos evitar que las democracias deriven en iliberalismos o autocracias será necesario abordar reformas institucionales, que deben afectar a los sistemas electorales, los mecanismos de control, la conformación de contrapoderes y la redefinición de los partidos políticos, instrumentos necesarios de articulación democrática, pero que con frecuencia anteponen sus propios intereses a los de la sociedad.

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