Tribuna

cÉSAR ROMERO

Escritor

La pervivencia de un gesto

La pervivencia de un gesto La pervivencia de un gesto

La pervivencia de un gesto / rosell

Quizá la tan desgastada frase "una imagen vale más que mil palabras" nunca fuera cierta (aunque decir esto en una época que valora la imagen más que todas las palabras y en la que CEO, consejeros delegados, subsecretarios y mandamases varios quieren que memorandos, resúmenes y aun discursos sean "visuales", es decir, donde haya poco que leer y de un vistazo se intente absorber la información que requiere horas y horas de lectura o estudio, es algo atrevido). Quizá a las imágenes, como a las palabras, también se las lleve el viento, o ese huracán que es la compulsiva sucesión que envejece hoy las de anteayer mismo. Ni unas ni otras parecen perdurar, al menos no tanto como algunos gestos. Los rasgos de quienes nos dejaron se van difuminando, sus voces van perdiendo presencia en nuestro recuerdo, pero algunos de sus gestos, esa manera de dar un paso, esa mirada entre acogedora y melancólica, los reconocemos en otros de desconocidos, y así atraviesan aún el tiempo, como si en ellos pudieran condensarse quienes ya no están.

Algo de esto también sucede con personajes públicos cuyas vidas dan para libros y libros y que, al cabo de los años, acaban resumiéndose en uno o dos gestos. De la muy variada existencia de Unamuno ahora sólo parece contar su reacción ante Millán-Astray en la inauguración del curso universitario de 1936-37. Y, por no abandonar la universidad, ¿acaso la salida del conquense Fray Luis de León, quitándole cualquier trascendencia vital a su encierro inquisitorial con su célebre "Decíamos ayer", no lo retrata? Javier Cercas dedicó Anatomía de un instante, con el sobrante de páginas marca de la casa, a analizar cómo Adolfo Suárez y Carrillo, a diferencia del resto de diputados, permanecieron sentados en sus escaños cuando Tejero mandó disparar durante su asalto al Congreso, y quizá en esta permanencia física en su puesto (paradoja de quien había dimitido), más que en el suspiro de alivio al aprobarse la ley para la reforma política años atrás, esté Suárez entero y cuanto supuso para la incipiente democracia española; como en el intento de zancadillear, con artes torticeras, al viejo general Gutiérrez Mellado, más que en su astracanada de golpe, esté sintetizado Tejero.

Casi todas las grandes películas de la historia del cine tienen gestos que son lo primero que nos viene a la memoria al recordarlas. Más que la forma de rascarse la mejilla de Brando, uno recuerda cómo Pacino arroja la pistola al cumplir con la misión que lo implicará definitivamente en el negocio de la mafia en El Padrino, o cómo descubre su proverbial sangre fría al encender un cigarrillo a una de las visitas a su padre en la puerta del hospital donde don Vito se recupera de su fallido asesinato. Desayuno con diamantes sería otra sin el gesto del soso Peppard buscando al gato de la alocada y maravillosa Audrey Hepburn en la escena final (aunque tal vez lo que en verdad emocione es que acabe tan calado por la lluvia como colado está al bajarse del taxi y jugárselo todo a una carta). Y qué decir del irónico y representativo alzamiento de cejas del gran Groucho Marx. Es tan definitorio que verlo repetido en alguien cercano es garantía de que su proximidad nos traerá muchas sonrisas.

Por muy buenos libros que aún escriba, a Salman Rushdie lo perseguirá siempre algo que él no hizo: la fetua de Jomeini, que lo condenó a vivir años escondido. Y ya que estamos con Rushdie, Ian McEwan, uno de los mejores de esa generación británica de escritores a la que ambos pertenecen, queda perfilado, para mal, por un gesto que tuvo con Camilleri en la entrega de un premio, cuando se negó a darle la mano que éste le tendía una vez se supo que el italiano había ganado. Uno seguirá leyendo a McEwan, claro, pero con tipos con ese mal perder, y menos ante el venerable Camilleri, ni un café.

Todo lo contrario ocurre con Marta Cinta o Marta González Saldaña, que a ambos nombres respondió. Hace poco se publicó un vídeo en el que esta anciana enferma de Alzheimer, que murió hace dos años, postrada en una silla de ruedas por el desgaste físico de quien se acercaba al siglo de vida y padecía este mal, al oír los primeros compases de El lago de los cisnes empieza a mover las manos y los brazos como hizo centenares de veces, mientras ensayaba o actuaba en Cuba, donde se formó, en Nueva York, donde llegó a ser primera bailarina, o en Madrid, donde dio clases de ballet durante lustros. La belleza de los movimientos de sus manos sarmentosas y blanquísimas es capaz de atravesarlo todo. La armonía de ese gesto último de quien apenas recuerda quién fue está llamada a perdurar en la memoria de cuantos vean el vídeo, como lo hacen ciertos gestos corporales, la melodía con que resuenan sus cuerpos, de los que ya nos dejaron, y ciertos gestos vitales, la música de cada carácter, que sobreviven a nuestras propias vidas y a veces bastan para apresar cuanto fuimos, resumirnos mejor que cualquier imagen y casi todas las palabras.

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