Tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Filósofo

El pecado de la risa

El pecado de la risa El pecado de la risa

El pecado de la risa

Tiene derecho a reír una mujer después de haber atravesado el infierno de los malos tratos? Nuestra izquierda puritana cree que no, según han venido a demostrar las reacciones escandalizadas que ha suscitado la campaña de la Consejería de Igualdad. La risa, para todas las religiones, ha sido siempre pecado. ¿Tiene derecho una mujer a conquistar de nuevo su vida, a reconstruir el mundo, a ser feliz, a cultivar la esperanza? Nuestra izquierda cristiana cree que la esperanza sólo es admisible si se somete a la realización de alguna quimera colectiva. Por eso, la felicidad de la mujer está prohibida, como está prohibido el placer y, por supuesto, está prohibida la risa. La risa es siempre el mayor de los insultos para aquellos que, como las nuevas hornadas de feministas, consideran que la vida es un valle de lágrimas en el que reina la desigualdad y la injusticia. Hay que leer estas cosas en clave nietzscheana.

Para la izquierda de nuestro tiempo y, por extensión, la parte del feminismo que se deja instrumentalizar por ella, la mujer es, ontológicamente, una víctima: es víctima por el simple hecho de ser mujer y, por tanto, tiene que ser protegida, cuidada, mimada (¡Te tendré como a una reina¡) y, por supuesto, ser siempre creída: antes a la sombra del hombre; ahora a la del Estado. De ahí que les resulte tan escandaloso que una mujer, máxime si ha sido maltratada, tenga la insolencia de recuperar su risa. Ello supone una traición, no sólo a ella, sino a todas las víctimas y, por extensión, a todas la mujeres. De la misma forma que para el comunismo clásico el hecho de que alguien se permitiera disfrutar un poco representaba un insulto para quienes no podían hacerlo, para el feminismo moderno, hijo putativo de aquel, el color natural del vestido de la mujer debe ser el negro. El sufrimiento es una obligación mientras haya alguien que sufra. Por eso, resulta tan peligroso el hecho de que una mujer que ha sufrido malos trato se permita reír: podría demostrar que es posible la vida en esta vida, sin tener que esperar la caída del capitalismo ni la abolición del heteropatriarcado.

Pongamos un ejemplo extremo: ¿tiene derecho a reír de nuevo una mujer que haya superado un cáncer? La mentalidad de izquierdas diría que sí, pero sólo porque el cáncer carece de sexo. Si el cáncer fuera el hombre, la mujer que llega a desembarazarse de él tendría la obligación de permanecer compungida hasta el fin de sus días. Ha venido a reconocerlo expresamente, de forma tan inconsciente como candorosa, el eslogan de la fulminante contracampaña que han organizado los socialistas. Escuchen, comparen y si encuentran algo mejor, cómprenlo: "Cuando nos maltratan no reímos. Sufrimos y morimos". Aleja, por tanto, de ti, mujer maltratada, toda esperanza, tu destino está ya escrito para toda la eternidad: eres y no podrás ser sino una mujer marcada. Estamos ante una nueva versión de la sección femenina franquista, una tropa infame de fanáticas puritanas (de las que no se me ocurre mejor representación que el personaje de aquella falangista que tan magistralmente interpretaba Chus Lampreave en El Año de la Luces de la Fernando Trueba) cuyo único objetivo es dictarle al resto de las mujeres cómo deben pensar, cómo deben sentir, como deben vivir.

El ideal de mujer para esta izquierda es Juana Rivas. ¿Se imaginan a esa virgen dolorosa que anda paseando sus tribulaciones y lamentos por los juzgados de media Europa, riendo? Juana Rivas ha hecho de la condición de víctima una obra de arte y un principio de vida. Cada derrota en los juzgados, cada desestimación de sus denuncias, cada evidencia de falsedad y manipulación, la refuerzan en su condición y la reafirman. Juana Rivas, además, cumple una condición indispensable. El sometimiento de su voluntad a la causa colectiva. Aun estamos esperando que alguna de esas instancias que la alojaron simbólicamente en sus casa, salga a pedir públicamente una disculpa por haber conducido a esa mujer a la ruina.

Pero no debemos engañarnos. Aquí no se está dirimiendo nada sobre las mujeres maltratadas, ni siquiera sobre las mujeres en general. Lo que aquí se ventila es el monopolio y la intocabilidad de una ideología que ha demostrado una aterradora eficacia en términos de control social y que, a cambio de nada mejor que llevarse a la boca, se ha terminado convirtiendo en la única marca de fábrica de la izquierda. Si se queda sin ella, se queda sin nada. A través de ella el Estado puede introducirse, no ya en nuestras casas, sino en nuestras camas. Ella educa a nuestros hijos, dicta qué es lo correcto y lo incorrecto, qué puede ser dicho y qué puede ser pensado. Determina qué palabras son lícitas y cuáles deben estar prohibidas. Quién domina el lenguaje, domina el pensamiento, quién domina el pensamiento domina la vida. Lo aprendimos en Orwell. De ahí la virulencia con la que se revuelven en cuanto perciben la más mínima amenaza a los fundamentos del mito a través del cual pretenden sojuzgar las conciencias. Y del ahí también el pánico que les produce la risa, ese eficaz disolvente de todas las mitologías.

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