Tribuna

Guillermo díaz vargas

Arquitecto

De pandemias y otras catástrofes

De pandemias y otras catástrofes De pandemias y otras catástrofes

De pandemias y otras catástrofes / rosell

Algunos amigos me trasladan una visión apocalíptica de la situación en que nos ha sumido la pandemia del coronavirus. Les abruma la incertidumbre sobre lo que viene. Pero intuyo que, aunque la inseguridad que ahora sentimos nos parezca excepcional, no es nueva en la historia ni ajena a la condición humana. Para no ir más lejos, ahí están las dos anteriores guerras mundiales y nuestra Guerra Civil, que hicieron de la incertidumbre el pan de cada día de nuestros padres y abuelos. O las restantes guerras y epidemias que en el mundo han sido. Por no hablar de la que pesaba sobre las vidas de los ciudadanos de la Antigüedad, en casi permanente estado de guerra, marcadas por la frecuente amenaza de muerte o de cautiverio como destino de los supervivientes vencidos, y dramáticamente reflejada ya desde los albores de la literatura universal en el lamento de Andrómaca ante el cadáver de Héctor, al final de la Ilíada, por el incierto futuro que aguardaba a ella y sus hijos ante la inminente caída de Troya.

Tras todas esas funestas ocasiones el mundo cambió, pero es que el mundo siempre está cambiando. Pestes y guerras son momentos críticos que convulsionan la historia, pero no los únicos. También lo hacen los descubrimientos y las revoluciones. Suele creerse que para mejor, pero es que la historia la escriben los supervivientes y, de entre estos, los vencedores, así que siempre viene a resultar que fue para mejor. Si pudiéramos historiar la visión de quienes sufrieron las crisis o sucumbieron a ella, ya se vería. Nunca podremos saber la opinión que les quedó de la Revolución Francesa a los revolucionarios guillotinados, por ejemplo.

Hay incertidumbres a las que estamos hechos: las accidentales. No sabemos en qué momento nos sobrevendrá la muerte, por accidente, terremoto, enfermedad. Estamos acostumbrados a su grado de probabilidad y nos protegemos psicológicamente acudiendo a la virtud de la esperanza, de que no ocurra, por supuesto: mientras estamos nosotros no está la muerte, y cuando esté la muerte ya no estaremos nosotros. Y así convertimos la inseguridad en certeza -psicológica- de improbabilidad, sucedáneo adictivo de la seguridad. Pero ahora vamos a tener que acostumbrarnos a una incertidumbre de otra índole, la que sobreviene a los supervivientes de la catástrofe cuando ésta se ha cumplido, que desborda el límite anterior de probabilidad de riesgo porque afecta a la estabilidad del propio ecosistema -que es político, en su más amplio sentido- y esa inestabilidad sobrevenida no aparece susceptible de reducción psíquica a ninguna clase de seguridad o certeza.

Algo nuevo para los europeos de 1960 para acá, que no estamos acostumbrados a ella. Nuestra generación ha vivido en una época y un ámbito en el que hemos disfrutado de relativa bonanza. En otras partes del mundo (África, Iberoamérica y Asia) no ha sido así. Es ésta una inestabilidad extraña para nosotros, europeos, pero habitual fuera de los países desarrollados y con Estado de Bienestar. Pero hemos pasado, de ser el modelo a exportar, a convertirnos en el baluarte a conservar.

Misión más que difícil, porque aunque esta crisis no fuese lo que podría ser -una ofensiva virológica de un grupo de poder- ya dirigida a tal fin, parece seguro que la recuperación se va a encontrar con el potente vector neoliberal que viene empujando desde hace ya tiempo por la abolición del Estado de Bienestar, y no parece que haya mimbres para afrontar esa presión, que ya ha logrado erosionarlo en Europa, que es donde lo hay, y que pretende arrasarlo hasta acabar con él.

La pandemia de Covid-19 puede ser aprovechada para su demolición total. O, quién sabe, para suscitar una reacción, pero sin duda el ataque va a tratar de apoyarse en la crisis económica postpandémica --caída de la producción, y de los ingresos fiscales- para promover más recortes de servicios públicos. Lamentablemente, la reacción se presenta difícil y lejana, o, mejor dicho, es que ni se ve en un panorama en el que hasta algunos representantes de la llamada izquierda se apuntan ya a proclamas economicistas como la de la inutilidad de los ancianos, o como la más común y corriente que se oculta tras la ominosa denominación de las personas como "recursos humanos". Podría mencionar miles de otros ejemplos, pero no caben aquí, aunque no dejaré pasar una advertencia sobre el señuelo-estrella: ojo con el salario mínimo vital, arma de doble filo que puede servir a la izquierda para cubrir el expediente de su arcaísmo y de su impotencia. Una cosa es atender debidamente a los necesitados y otra condenar al grueso de la población al pensionado universal y perpetuo.

Y es que el terrible azote que constituye la pandemia de coronavirus palidece ante la magnitud de la destrucción que afecta a nuestro pensamiento. Aquélla será una calamidad pasajera, como las epidemias, guerras y cataclismos que los humanos han soportado desde que surgieron en el planeta. Por el contrario, a la pandemia de idiocia no se le divisa el fin. Estaba ya aquí desde hacía cincuenta años y tiene pinta de durar eones, salvo sorpresivo cataclismo plutónico, súbita glaciación o inoportuna caída de asteroide extintor.

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