Tribuna

Esteban Fernández-Hinojosa

Médico

La noble profesión

La noble profesión La noble profesión

La noble profesión / rosell

Solemos descubrirnos con admiración ante las capacidades de las tecnologías para transformar la vida. Sin embargo, sus consecuencias no parece que atraigan el interés general. Puede que el panorama de la cultura tecnológica se caracterice más por la ignorancia que por el conocimiento; y sobre todo por la ignorancia de esa ignorancia, que hace que aplicar los nuevos conocimientos tecno-científicos, sin que importen sus consecuencias, resulte hoy casi un imperativo categórico de la cultura. Sirva el ejemplo de las grandes compañías globales, las farmacéuticas, las de alimentos transgénicos y las de tecnología del llamado mejoramiento humano (un ideario que, más allá de restaurar la salud, promete mejorar la longevidad, la inteligencia o el bienestar de la especie). Tales compañías fundan sus ofertas en proclamas que con frecuencia resultan más consoladoras que verídicas. Y a eso suman un pequeño detalle: la rapidez con que producen sus prodigios tecnológicos deja obsoletos los contingentes de reglamentaciones y, con ello, muchos de los nuevos avances quedan opacos al control público. Creo que uno de los deberes sagrados de científicos, humanistas, médicos y escritores es el de ser testigos atentos de su tiempo, y comunicar lo hermoso, lo bueno y lo que no lo es.

Y conculcar el derecho de los ciudadanos a la información veraz no es bueno, no porque genere malestar en la cultura, sino porque genera una cultura de insoportable malestar, que impide al ciudadano gozar de los logros verdaderos y lo relega a mero consumidor, cuando no a instrumento de estratagemas políticas o económicas. Así las cosas, mientras se destinan caudales inmensos a bioingeniería, terapia génica o diseños farmacológicos, se prodiga al mismo tiempo un ideario de futuro humano incompatible con la frágil y caduca condición de todo lo que existe en este mundo nuestro. Y entre perplejidades tecnológicas y contradicciones antropológicas, una medicina a la deriva puede comenzar a navegar por rumbos de locura. Por un lado asiste atónita -con la aceptación social del aborto como derecho y la despenalización de la eutanasia- al declive de la protección moral y jurídica de la vida (quizá los más graves síntomas de crisis espiritual de nuestro tiempo, como ha señalado el filósofo del derecho Ignacio Sánchez Cámara). Y por otro, condensa su finalidad en mantener la vida a toda costa, de suerte que algunos ancianos, en sus prolongadas agonías, se convierten en cáscaras físicas hasta un extremo en el que, a veces, ni siquiera saben que están muriendo cuando les llega la hora. La medicina puede sumirse así en una espiral de dislates mientras lucha, con una mano, contra la muerte como diana única, y ejecuta, con la otra, solicitudes de aborto o eutanasia por imperativo legal. Ambas actitudes tienen en común cebarse finalmente con los más débiles, al mismo tiempo que apartan los cuidados de las necesidades de éstos. La medicina no puede sucumbir a las mismas disfunciones morales que arrastra la sociedad, marginando los Cuidados Paliativos u olvidando el sentido de la esperanza natural de vida, es decir, considerar el propósito de la vida en su perspectiva biográfica, en el contexto de una narración o de un proyecto existencial moralmente inteligible, que ayude a rescatar la antigua noción de buena muerte -la muerte recordada- y su carácter natural y esperable. Sin embargo, en la relación médico-paciente se ha perdido el relato compartido que hacía posible ofrecer un significado al sufrimiento. Ahora existe el riesgo de inducir a los profesionales a la tentación de prolongar vidas, sin fin claro, mediante tecnologías que, en realidad, fueron desarrolladas para evitar muertes prematuras e inoportunas, mejorar la calidad de vida u ofrecer una duración natural. Quizá el obstáculo se encuentre en la incapacidad de la sociedad para encontrarle al capítulo de los cuidados un lugar en el debate público. Si las diversas minorías prodigan sus propios debates, tanto más cabría esperarlos para la "alta edad", una comunidad que dentro de dos décadas podría representar la cuarta parte de la población. La mentalidad colectiva no debe seguir rehuyendo la cuestión de la soledad, el mal, el sufrimiento o la finitud. No puede prestarse a consumir toda clase de bienes mientras se olvida del significado del bien. Necesitamos recuperar una visión más modesta y cabal de la noble profesión, para que siga sirviendo a nuestras necesidades sin que éstas queden determinadas o administradas por intereses ajenos. La medicina está definida moralmente por el compromiso inquebrantable del médico con el bien de sus pacientes. Ellos son, como personas, la premisa moral y central. Y si alguna vez deja de ser así entonces ya no será medicina.

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