Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Seis minutos (I)

Muy despacio, pasos cortos, me dirigí al borde de lo que creía montaña, y en donde debería aparecer un valle, lo que fuera, no había nada

Seis minutos (I) Seis minutos (I)

Seis minutos (I)

Aún no sé lo que me sucedió el pasado jueves, qué se me pasó por la cabeza, qué impulso, qué mecanismo interior, qué resorte, qué sé yo cómo explicarlo, ese algo que me empujó al interior del coche y conducir sin importarme la dirección. Antes, unos minutos antes, no más de media hora, ese mismo impulso o como se quiera llamar, me dirigió a la nevera, en donde busqué salmón ahumado, mostaza, canónigos y tomate en rodajas. Me prepare seis bocadillos, seis, que acompañé de un paquete de patatas fritas, chocolatinas y varias botellas de agua. El impulso o lo que fuera eso me anticipaba que no sería un trayecto corto, que necesitaba provisiones, gasolina, dinero y tiempo. Llené el depósito en la primera gasolinera que encontré, y compré más botellas de agua, y caramelos, y más patatas fritas y más chocolatinas. Antes de reiniciar la marcha, introduje el cable del cargador en mi teléfono móvil, tenía que prepararme para cualquier imprevisto. Como siempre, noticias en la radio, a considerable volumen, me hacen compañía en la soledad de la conducción, a veces hablo, le contesto al locutor de turno, le recriminó algunos comentarios, le protesto algunas noticias, las malas, las muy malas, que las dé de esa manera tan directa, tan poco suave, sin tener en cuenta la diferentes sensibilidades de los diferentes oyentes.

El jueves pasado, el locutor seguía en su tónica de malas noticias y de nula capacidad de transmisión y de sensibilidad y durante unos minutos, más de 80 o 90 kilómetros, creo recordar que calculé, no paró de desgranar noticias terribles, de personas inocentes que lo perdían todo, de mujeres asesinadas por el simple hecho de serlo, de niños sin futuro, países con gobiernos asesinos cuando no corruptos, museos y bibliotecas en llamas, ríos y mares contaminados, animales muertos en sus orillas y playas, como protagonistas de una plaga bíblica, secuestros y extorsiones, ancianos abandonados y la propagación, con trazos de pandemia, de una enfermedad sin cura, que mata al que la padece en menos de seis minutos. Solo seis minutos.

De todas las noticias, la de la gran epidemia es la que más me estremeció, especialmente cuando escuché que se contagiaba sin contacto físico, basta con respirar cerca de un infectado, con estar cerca. En ese preciso instante, revelaba este horror el locutor, me adentré, casi sin previo aviso, en el interior de una espesa y blanca niebla. Imaginé la pandemia en forma de esa niebla, nadie está a salvo, nadie puede esquivarla, porque hay nieblas con el don de la constancia y el don de la inmensidad, y lo abarcan todo en muy poco espacio de tiempo. Por unos segundos, tal vez fueron unos minutos, me sentí infectado, y aunque no escuché al locutor explicar los síntomas de esta veloz y mortal enfermedad, yo sentí como el estómago se me encogía, y como alfileres o navajas, cuchillos, me pinchaban en las plantas de los pies. Conté seis minutos, esperando mi muerte.

Imaginación, asimilación, hay quien cita la hipocondría, que es una metaenfermedad, ya que es una enfermedad de enfermedades, pero lo cierto es que mientras más espesa y ciega se volvía la niebla, más y más aumentaban las dolencias que recorrían mi cuerpo, más las sentía, más las padecía. Las extremidades, las cuatro, piernas y brazos, empezaron a dolerme como si alguien, con una fuerza poderosísima, tratara de arrancármelas de cuajo. Y al mismo tiempo que la niebla espesaba, temí que solidificara, al mismo tiempo que mi enfermedad crecía, la señal de la radio comenzó a perderse, a ratos quedaba en silencio, aparecía repentinamente, pero sin claridad alguna. La combinación de los tres indeseados elementos me empujó a detener mi vehículo junto a lo que intuí como un pequeño mirador en una curva de la carretera. Habían pasado los seis minutos, seguía vivo. Salí del coche y respiré con fuerza, tratando de rellenar mis pulmones de aire fresco, aire renovado. Muy despacio, pasos cortos, me dirigí al borde de lo que creía montaña, y en donde debería aparecer un valle, un pantano, más montañas, lo que fuera, no había nada, absolutamente nada. Ni tan siquiera una pequeña luz en la oscuridad, que habría reconocido como un milagro o como esa esperanza que nunca queremos perder. Busqué junto a la palanca del freno de mano mi teléfono móvil, había completado la carga de la batería, 100%, pero se encontraba sin cobertura. A pesar de la indicación, probé buscar una señal, un sonido, apoyando su pequeño altavoz en mi oído derecho. Pero no escuché nada, incomunicado. (Continuará).

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