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No sabría precisar cuándo la Navidad se convirtió en un género literario, musical o cinematográfico, incluyamos también las series de televisión, que se han unido a la panda. Tal vez sea Qué bello es vivir la primera referencia, aunque no nos olvidemos de ese abuelo gritando Chencho por un Madrid gélido y en blanco y negro. En los últimos años, proliferan como champiñones en un sótano y ya crean productos televisivos, musicales e incluso literarios para consumo de estas fechas. Hablaremos de productos y de consumo, mucho, estas navidades, faltaría más, que es un tema que se repite, como ese ajo de más en el salmorejo. Las editoriales y las librerías se lanzan a colocar los libros que se publican, expresamente, por estas fechas. Y es que un libro, cualquiera, hasta uno mío (acabo de publicar Colgados de un hilo, recuerde), es un magnífico regalo. Porque quien te regala un libro, no solo te aprecia, o quiere, también te estima.
Me gusta la Navidad, lo reconozco, desde que recuerdo, y por eso sacar el árbol y colocar el Portal de Belén sigue siendo para mí un momento emocionante del año. Lo es. Espero siempre algo de la Navidad, y no hablo solo de regalos, que también. Me refiero a momentos, a encuentros, a sentimientos. Yo no soy creyente, no creo en el más allá, tampoco en los milagros. O creo en todos esos milagros cotidianos que parten de una explicación muy sencilla de entender. Muchas veces, la mayoría, somos nosotros mismos los milagros, los que los propiciamos, los que los encarnamos. Siento fascinación por todas esas personas, familias, que decoran sus balcones, terrazas y portales compartiendo su alegría y entusiasmo por este tiempo. En las frías noches del invierno son un instante cálido, una pequeña y cariñosa celebración en mitad de la oscuridad. Es una forma de generosidad que raramente se ve recompensada. Siendo, por tanto, la generosidad más sincera, porque no espera nada a cambio.
Cuando era niño, un vecino del barrio montaba un Belén en la bandeja trasera de su automóvil. Lo recuerdo perfectamente. Era un Seat 131, un Supermirafiori, que en esos tiempos eran palabras mayores. Era de un marrón indefinible ese coche. Mi padre tuvo un modelo similar, en verde, y aquello era una especie de salón sobre ruedas. Todavía no alcanzo a comprender cómo los cuatro hermanos podíamos dormir, estirarnos, jugar o esquivar los palmetazos de mi padre, porque no le dejábamos escuchar a Camilo Sexto, en aquellos asientos traseros, gélidos en el invierno y abrasadores en el verano. Cuando salía de mi casa, en Navidad, me encantaba acercarme al coche del vecino, y ver el Belén por la luna trasera. Por supuesto, mi vecino no arrancaba el coche en todas las navidades, siempre estaba allí, a modo de exposición. Yo entendía aquello como un auténtico milagro, y contemplarlo me trasladaba a momentos muy felices, cálidos y gratos. Seguro que alguien hoy sigue haciendo algo parecido, pero yo no lo he vuelto a ver, al menos por donde vivo. Por eso recorro las calles, de noche, contemplando las luces y guirnaldas que brillan en la oscuridad. Y siempre creo, siempre, que esas casas están habitadas por buenas personas, especiales, y muy generosas, que quieren compartir su felicidad, o lo que ellos entienden por felicidad, por los que por la calle pasamos.
Al igual que le sucede al fútbol, que sí, que ya se ha convertido en un mero negocio, en un espectáculo por el simple espectáculo, pero que de cuando en cuando seguimos contemplando como lo que realmente es: un juego. La Navidad alberga, entre los anuncios de colonias caras y videoconsolas de abusivos precios, esos milagros cotidianos que nos siguen emocionando. Y que en la mayoría de las ocasiones nos conectan con la infancia, y por tanto con las emociones sin etiquetas. El encuentro con esos primos que apenas veías, recorrer las calles de una ciudad desconocida, el consomé de la abuela, aquella tarta de tu tía que jamás has vuelto a probar. El sentirte parte de algo, que te transmitía seguridad, calor y amor al mismo tiempo. La familia, el amor, esos milagros que tenemos tan a mano y que no sabemos disfrutar cuando, precisamente, más cercanos los tenemos. Cuando faltan, los valoras en toda su dimensión. Pero siguen produciéndose, también en Navidad.
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