Tribuna

Víctor j. vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Una ley inconstitucional e infame

La reciente reforma de la Ley Electoral da buena cuenta de las causas que explican la profunda crisis de legitimidad que padecen los partidos políticos

Una ley inconstitucional e infame Una ley inconstitucional e infame

Una ley inconstitucional e infame / rosell

Una virtud en peligro de extinción por los efectos tiránicos de la industria del narcisismo virtual es la del pudor. Hasta hace no tanto, y por mucho que uno pudiera estar encantado de conocerse, era raro encontrar a alguien haciendo exhibición o elogio público de sus propios logros sin ningún recato. Proclamar las virtudes de uno a diestro y siniestro generaba de hecho una sospecha parecida a la que genera aquél que tiene por costumbre hablar mal de los demás. No obstante, esta regla ha tenido siempre una excepción, y esta ha sido la de los políticos en campaña electoral, quienes se han visto eximidos de cualquier obligación de modestia a la hora de hablar bien de sí mismos, al mismo tiempo que, se entiende que por gajes del oficio, han disfrutado de bula para hablar mal de los demás. La política democrática, no nos engañemos, se basa en competir por el elector y parece que eso, inevitablemente, es incompatible con la cultura del pudor y también con una dosis mínima de empatía. En cualquier caso, a los partidos políticos parece que ya no les es suficiente, en esta era digital, con la posibilidad de proclamar a los cuatro vientos la bondad de lo suyo y la vileza de lo ajeno, sino que entienden que es de "interés público" el poder transmitir este mensaje "al oído" del ciudadano, a través de cualquiera de los múltiples canales íntimos y personales que facilita la tecnología de la comunicación. Esto es, desde luego, lo que se deduce de la reciente reforma de nuestra Ley General Electoral, a partir de la cual los partidos políticos podrán recopilar datos relativos a las opiniones políticas de las personas, y utilizar dichos datos de cara a adecuar su propaganda electoral por medios electrónicos y sistemas de mensajería.

Pues bien, esta reforma, que ha contado con un inusitado y trasversal apoyo parlamentario, y que se sustancia con la incorporación de un nuevo artículo 58 bis a la Loreg, es, en mi opinión, inconstitucional y lo es desde su misma raíz. Que unos entes privados de base asociativa, como son los partidos, puedan recopilar y almacenar datos relativos a las opiniones políticas de cada uno de nosotros supone una injerencia de sumo alcance en nuestra intimidad personal y libertad ideológica, no sólo contraria a lo establecido por los artículos 16 y 20 de la Constitución española, sino también a la propia normativa europea que expresamente prohíbe la realización de estos perfiles. La ley apela como justificación de esta injerencia al supuesto "interés público" existente en que los partidos puedan recabar esta información. Una apelación que, si se me permite, resulta obscena para la inteligencia, y ello en tanto el único interés que aquí se encuentra en liza es el interés estrictamente privado que tienen los partidos en poder manejar información procesada sobre nuestra preferencia ideológica, para así intentar incidir de la forma más efectiva sobre nosotros, de cara a recabar nuestro voto en ese mercado altamente competitivo que son las elecciones.

No existe, por lo tanto, ningún "interés público" que justifique el gravísimo daño en nuestra intimidad y libertad que supone esta habilitación que hace la ley a los partidos políticos. De hecho, lo que esta ley socava es un interés democrático elemental y apremiante en evitar que los partidos puedan usar nuestros sesgos ideológicos para seducirnos con propaganda electoral personalizada que dé satisfacción a nuestras fobias como reclamo. Y es que, precisamente cuando nuestra cultura democrática reclama deliberación pública e integración, y poner coto a las estrategias que buscan hacer rentable electoralmente el odio y el desprecio, nuestro legislador lo que ha hecho es habilitar una vía hasta ahora vedada, para que los partidos puedan llevar a cabo campañas electorales paralelas y subrepticias, dirigidas a aislar a los votantes en sus prejuicios específicos. Pero no ha sido el legislador, desprendámonos de ficciones y no seamos ilusos, han sido los propios partidos quienes lo han hecho. Son ellos, a través de sus grupos parlamentarios, y por mediación de la ley, los que han habilitado en su provecho este poder. Y lo han hecho además sin prever en la propia ley un régimen exhaustivo de garantías, trasladando así a la Agencia Española de Protección de Datos, la imposible tarea de poner puertas al campo. Esta ley, en definitiva, da buena cuenta de las causas que explican la profunda crisis de legitimidad que padecen los partidos políticos, y de cómo han transitado de representantes del pluralismo a asociaciones cartelizadas e instigadoras de la fragmentación social. El Defensor del Pueblo ha recurrido la constitucionalidad de esta reforma y es de esperar que el Tribunal Constitucional estime un recurso contra una ley que no sólo es inconstitucional sino infame, es decir, mala y vil en su especie.

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