Tribuna

Esteban fernández-Hinojosa

Médico

Entre épocas

La tecnología digital parece anticipar los esquemas de una paradójica 'barbarie cultural' simplificando los productos de la inteligencia en aras de bonificar a los apresurados usuarios

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Entre épocas / rosell

Al parecer muchos jóvenes renuncian hoy al sueño de fundar una familia, de aprender un oficio o de tener ideales, y se sienten acreedores de las últimas generaciones que han quedado atrapadas en la red de la desesperanza. Sin embargo, bajo esas formas de renuncia suele latir un malestar, no siempre de índole económica o política, que fija sus raíces en los planos más profundos de la conciencia. Cunde un fetichismo de la novedad que aventura a doblar la apuesta por cada nueva tecnología, aunque no se tengan claros los fines, so pena de que la misma herramienta que fracciona el pan sirva para cometer el más deleznable de los actos. Somos la única especie que depende de sus propias creaciones para progresar -gafas para ver, libros para estudiar…-, creaciones que al mismo tiempo conforman no ya nuestra corporalidad y entorno natural, sino parte de nuestra esencia pero que, al carecer de manual de instrucciones, no es claro que estén contribuyendo a la inteligencia simbólica, o a la subjetividad en construcción con que cada uno tiñe el mundo, descubre su verdad o columbra horizontes de realización individual y colectiva. La tecnología, que no sólo incluye máquinas, sino objetos más sutiles, como el arte, la ingeniería genética o la misma escritura, requiere una técnica, una habilidad u oficio, para su mejor realización como herramienta.

Los hombres se han servido de ella desde que poseen conciencia; si se observa una herramienta sencilla puede intuirse en su índole todo el pasado de experiencia humana que acumula. Estas creaciones preservan asimismo la memoria: existe una memoria primitiva encriptada en el genoma, y a otra secundaria que depende de la complejidad neurológica para acumular experiencias, ambas son compartidas por casi todos los seres vivos, y juntas desaparecen con la muerte; pero hay un tercer mecanismo de recuerdo, atesorado sólo por el ser humano, con capacidad de transmitir el poso de su memoria a la posteridad: el formado por las creaciones tecnológicas, y singularmente el lenguaje escrito. Aun así, el enconado empeño en la tecnología digital puede privar a sus "nativos", en etapas tempranas de la formación de sus conciencias, del légamo fecundo que para toda forma de esperanza es el cultivo de la inteligencia simbólica, una cualidad que, en su justo estímulo, lleva a escribir un poema de amor en la adolescencia o a percibir los infinitos matices de la vida emocional que sólo el lenguaje de la música es capaz de expresar.

Cela tiene una curiosa teoría sobre la esperanza, muy dispersa en su obra, aunque ahora magistralmente recogida por el escritor J. D. Vilaplana en El pensamiento de Camilo José Cela, un delicado rastreo psicobiográfico con el que alumbra los conflictos profundos, y a la vez universales, que el Nobel literato ocultó en vida bajo una "máscara de asustaviejas", y que esclarece la comprensión de piezas maestras de su novelística y su estética. La duda celiana viene a ser una suerte de péndulo que oscila entre dos polos: el de la esperanza como resistencia ante la claudicación, y el del escepticismo como claudicación por ausencia de esperanza. La tecnología, más que una amenaza para el modelo de trabajo, podría serlo para la fineza de espíritu, y no sólo por el riesgo que añade a la forma de percibir el mundo, sino por la posibilidad de agotar esa esperanza celiana que cancela toda forma de claudicación.

La tecnología digital parece anticipar los esquemas de una paradójica barbarie cultural simplificando los productos de la inteligencia en aras de bonificar a los apresurados usuarios, y convierte las redes en la principal reserva de memoria cultural, lo que a largo plazo no parece edificante para la estructura de la subjetividad humana. Así que al espíritu de desinhibición y nihilismo, que amenaza la irrenunciable custodia de la conciencia, se le ha sumado otra secular locura: una forma de delirio desatado con aquella mathesis universalis con que Descartes y Leibniz bendijeron la mentalidad científica, que confunde lo razonable con el cálculo y relega el modelo de pensamiento simbólico por un distinguido calculismo de corte computacional. Lo racional, que siempre contribuyó a expandir los productos de la cultura y la tecnología, deja de ser razonable cuando obstruye los canales de drenaje por los que el corazón humano purga sus deudas. Así, el malestar de fin de época, de entre épocas, se diría que de un tiempo sin época, se vincula parcialmente al olvido del viejo hábito de soñar, y eso estraga la capacidad simbólica para percibir la poesía entre lo mundano o para entrever lo sublime detrás de lo infame, todo lo cual reduce a algoritmo el proyecto existencial y seca a su paso la fuente de la esperanza, último reducto contra el amargo acíbar de la experiencia.

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