Luis G. Chacón

El coste de la mediocridad

La tribuna

El coste de la mediocridad
El coste de la mediocridad / Rosell

15 de diciembre 2023 - 00:15

Pidieron a Churchill que diferenciara el cielo del infierno y él, con esa ironía que le consagró en los Comunes, contestó que “en el cielo, los cocineros son franceses, los policías ingleses, los mecánicos alemanes, los amantes italianos y los banqueros suizos y en el infierno, los cocineros ingleses, los policías alemanes, los mecánicos franceses, los amantes suizos y los banqueros italianos”. Jugar con los tópicos puede ser injusto pero, como cualquier hipérbole, disecciona la realidad que se analiza y en el fondo, lo que Churchill quiso dejar claro es que el éxito de cualquier empresa humana está más relacionado con la idoneidad de quienes la emprenden que con su voluntarismo o el mero arrojo. Cada puesto requiere aptitudes, actitudes y conocimientos concretos. Situar a cada uno donde sea más eficiente es el desafío de toda organización que quiera ser exitosa.

Se debe gestionar a las personas con criterios de eficiencia e idoneidad. Y recompensar el resultado obtenido. No hay nada más contraproducente para una empresa que caer en el error, tan habitual en cualquier organización jerarquizada, del ascenso indiscriminado en función del trabajo previo realizado sin analizar la idoneidad del candidato para el nuevo puesto. En esos casos, es la propia dirección quien provoca torpemente una gestión ineficiente. Algo que definió el profesor Laurence J. Peter en su conocido Principio, según el cual, en cualquier organización jerárquica, todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia. Una incompetencia provocada que genera costes inasumibles. El principio fue complementado por el autor añadiendo dos jugosos corolarios: todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones y el trabajo es realizado por quienes aún no han alcanzado todavía su nivel de incompetencia.

La mediocridad es incompetente y es el germen de toda ineficiencia. Al igual que el talento crea empresas innovadoras, productivas y exitosas, la mediocridad las hunde en la vulgaridad y las lleva al fracaso. Lo curioso es que todos lo sabemos o, cuando menos, lo intuimos y no siempre se ponen límites a semejante pandemonio.

La mediocridad es fruto de la ausencia de objetivos. Fundamentalmente porque tendemos a confundirlos con deseos o ilusiones. Un objetivo ha de ser posible, concreto, claro, definido estratégicamente en un espacio y tiempo determinados y ser sometido a un seguimiento por hitos. De nada sirve querer ser quien más facture o internacionalizarse, por poner dos ejemplos habituales, si no se decide cuándo, de qué modo, en qué plazo y con qué coste va a afrontarse la consecución de ese objetivo. Todos, personas, empresas, organizaciones y hasta países, podemos caer y caemos en la mediocridad. Lo que no resulta inteligente es instalarse mortecinamente en ella. En ese caso, las personas se irracionalizan buscando culpables en lugar de soluciones a sus problemas. O peor aún, se convierten en seres negativos. Aquellos de los que Einstein decía que siempre tienen un problema para cada solución. Así, las empresas no tendrán más futuro que el que se derive de la mera inercia de lo que fueron y los países, sencillamente, se desmoronarán al carecer de incentivos para conseguir ser mejores. Como dice Casio a Bruto en el inmortal Julio César de Shakespeare “es de su suerte dueño el hombre a veces. No es culpa de los astros, caro Bruto, es culpa nuestra que vivamos siervos”.

La mera retórica no es suficiente para ilusionar. El liderazgo se basa en compartir objetivos, éxitos y fracasos. Los líderes inspiran. Por eso multiplican. Para sumar ya están los directivos, para restar, los jefes y para dividir, los iluminados. Una buena gestión de recursos pasa por escoger bien a las personas que nos rodean –subordinados, compañeros, jefes, clientes o proveedores– de modo que cada uno ocupe el puesto en el que se desarrolle con la máxima eficiencia. Esa elección debe conseguir el objetivo de evitar caer en la mediocridad que nos lleva a la ineficiencia. De ahí, nos hundiremos en la rutina que nos hace movernos por mera inercia, frenándonos hasta terminar colapsando. No se trata de esforzarse mucho –el estajanovismo es una reliquia soviética indefendible– sino de obtener el mejor resultado, dedicando los recursos mínimos, en el menor plazo de tiempo y con la mayor seguridad posible.

La mediocridad decapita al talento que no es un atributo vitalicio ni un don innato. Es un proceso constante de innovación y aprendizaje y ahí, son fundamentales la voluntad de las personas en aceptar nuevos desafíos para obtener resultados y, evidentemente, la obtención de su reconocimiento.

Es justo reconocer que la mediocridad no siempre genera fracasos estrepitosos, pero de la vulgaridad y la repetición nunca surgirán resultados admirables. Solo una triste y mera supervivencia. Lo que más nos motiva son los beneficios, los incentivos y el reconocimiento. El coste de la mediocridad es la desaparición. El beneficio de la excelencia, una espiral de rentabilidad. Y eso solo se consigue si las oportunidades se vinculan al talento.

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