Antonio Montero Alcaide

La concubina reina

La tribuna

9230140 2024-10-26
La concubina reina

26 de octubre 2024 - 03:06

Los concubinatos de los reyes medievales eran más o menos admitidos como alivio de los matrimonios de conveniencia, por razones que hoy podrían decirse de Estado. Incluso, en no pocos casos, largos concubinatos eran muestra de una relación duradera en la que no debía faltar algo parecido al amor de los esposos. Alfonso XI y su hijo Pedro I vivieron esas relaciones heterodoxas, con público conocimiento, durante buena parte de sus reinados. Así, la noble andaluza Leonor de Guzmán y Alfonso XI mantuvieron su íntima cercanía durante casi todo el reinado de este, que comenzó en 1325, pues ambos se conocieron en 1327, un año antes del matrimonio del rey con su prima María de Portugal, y Alfonso XI no se apartó nunca de doña Leonor, hasta que la peste negra quitó la vida al monarca, cuando cercaba Gibraltar, en 1350. Diez hijos bastardos nacieron de este concubinato, y uno de ellos fue Enrique II, el regicida que asesinó a Pedro I, hijo de Alfonso XI y de María de Portugal.

Pedro I, del mismo modo que su padre, mantuvo un estrecho vínculo con la doncella María de Padilla, a la que conoció sobre 1352, dos años después de su coronación, en 1350, y de la que estuvo cerca hasta la muerte de ella, en 1361, unión de la que nacieron cuatro vástagos. El rey don Pedro proclamó al año siguiente, en unas Cortes celebradas en Sevilla, en 1362, que se hubo casado en secreto con María de Padilla, no mucho después de conocerla y antes de dos los matrimonios reales posteriores. Uno con la noble francesa Blanca de Borbón, en 1353, aunque el rey la abandonó a los pocos días y ordenó confinar a la reina, tal como estuvo hasta su muerte, en 1361, el mismo año en que falleció María de Padilla. Un año después de ese matrimonio, don Pedro, tras forzar su anula-ción, vuelve a casarse, en 1354, con una viuda de la alta nobleza castellana, Juana de Castro, aunque parece que ni siquiera durmió con ella la noche de bodas. A la vez que celebraba estos matrimonios el rey don Pedro –para componer, más bien descomponer, el estado de las cosas en el reino–, volvía al encuentro con María de Padilla, a la que declaró reina, un año después de su muerte, en las referidas Cortes de 1352, y herederas a sus hijas, puesto que el único hijo varón, Alfonso, falleció pronto. La realeza post mortem de María de Padilla se constata con el matrimonio de su nieta, la infanta Catalina, hija del duque de Lancaster y de Constanza –nacida esta de María de Padilla y Pedro I–, con el entonces príncipe, y después rey, Enrique III, que era nieto de Enrique II, el hermano bastardo y asesino de Pedro I. Se instituye entonces el Principado de Asturias, con Enrique III, y así llega hasta hogaño.

Sin embargo, en los años de la relación entre Pedro I y María de Padilla, nada hacía pensar en la realeza de esta, sino en su condición de concubina y favorita. El papa Inocencio VI –que procedió contra los obispos que anularon el matrimonio de Pedro I con Blanca de Borbón–, en la relación epistolar que mantuvo con el rey, para recriminarle por el abandono de la reina legítima, se alegra de conocer lo que entiende como cese de la relación del monarca con María de Padilla, tras solicitar doña María la fundación de un convento en el que Inocencio VI pensó que deseaba enclaustrarse la concubina. Sin embargo, ni este era el propósito de doña María ni don Pedro pensaba dejarla. Ajeno a ello, el papa, en el contenido de una bula del día 6 de abril de 1354, con traducción del latín a cargo de Baldomero Macías Rosendo, alaba la voluntad del rey por favorecer “el piadoso empeño y laudable deseo de nuestra querida hija en Cristo María de Padilla, mujer noble, a la que uniste a tu persona en nefando trato por seducción del diablo y estimulándote los encantos de la sangre juvenil”, puesto que doña María, continua el papa, “desea lavar la mancha del pecado cometido con las lágrimas de la penitencia”, por lo que pide licencia para construir un monasterio de la orden de Santa Clara, “en el que ella misma, en compañía de las doncellas puras que le fueren asignadas para este fin, se propone pasar lo que le reste de vida en servicio de Dios”. De manera que, para el pontífice, estas circunstancias “se sumaron al cúmulo de exultación y de alegría y nos inclinaron a atender esta petición con mayor presteza”. Poco tardaría Inocencio VI, que solo debía tener de inocente el nombre, en advertir su equivocado raciocinio, pues Pedro I volvió a casarse con Juana de Castro, y María de Padilla, aunque contrariada por este segundo enlace del rey, solo pretendía la fundación del convento como obra piadosa, propia de una reina.

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