Tribuna

Rafael Rodríguez Prieto

Profesor de Filosofía del Derecho y Política en la Universidad Pablo de Olavide

La caverna universitaria

Cuando un político de izquierda concibe su sociedad como una prolongación del campus y las reuniones de amigos como un plató de la Sexta, comienza a no entender de qué va la cosa

La caverna universitaria La caverna universitaria

La caverna universitaria / rosell

Uno de los déficits que tiene la sanidad pública en Cataluña es que tiene un sobrecoste por la gente que viene a intervenirse a Cataluña". Esta falsedad del Defensor del Pueblo de Cataluña es digna de contar entre las más xenófobas de nuestra historia. ¿Imaginan ustedes que la hubiera pronunciado alguien de otro partido sin la bula nacionalista? No hay problema. En un par de semanas ya nadie lo recordará. Si el "España nos roba" ha sido convenientemente blanqueado, poco esfuerzo puede requerir los delirios serviles de un señor autodenominado de izquierdas. Bula reforzada. Y es que en España para ser verdaderamente de izquierdas hay que vivir en una mansión, percibir un sueldo sobresaliente (este defensor cobra 138.000 euros al año, por ejemplo), tener coche de alta gama y, por supuesto, ser comprensivo con los ricos que tratan de engañar a los conciudadanos de su región para que les acompañen en la tarea de deshacer la unidad de su estado. Curioso este mundo donde defender la igualdad contra los privilegios y la clase social contra el sentimiento te sitúa en la categoría de facha. Ahora el mínimo para militar en la izquierda es declarar 7 propiedades, 2 coches y 228.500 euros en el banco como la pareja vicepresidenciable. Los pobretones nunca han sido tan sospechosos.

Hace unos días, un amigo vasco me comentaba que había dado una charla a estudiantes de Ciencias Políticas de Andalucía. Su propuesta era sencilla: nada de privilegios territoriales y evitar que hubiera ciudadanos de primera y segunda en el mismo Estado. La respuesta mayoritaria le llamó la atención. Muchos estudiantes defendían la importancia del sentimiento y de darle respuesta. Se asumía con naturalidad el discurso nacionalista. La mayoría hasta conciliaba sin esfuerzo la metafísica de la nación con el materialismo de la clase. Mi amigo, ex diputado, terminó un tanto descorazonado. Como les den un concierto económico también a los nacionalistas catalanes, estos estudiantes van a tener la oportunidad de apreciar en cuánto se tarifa el sentimiento, me comentó. Su experiencia me hizo pensar en si existe una brecha entre los jóvenes universitarios, especialmente de algunas carreras, y aquellos que se ponen a trabajar al cumplir la mayoría de edad o finalizan la formación profesional. Un alumno de políticas me comentó que apreciaba en la universidad un cierto "efecto burbuja", en el sentido de que sus amigos no universitarios parecían tener una visión del mundo muy diferente. Mucho más realista, decía él. Y en eso, mientras discurría, surgió una noticia que no por esperada era menos sorprendente: Vox pretende ensanchar su electorado por la izquierda.

La razón que ofrecía el medio de comunicación, que informaba de este objetivo, era que Vox sabía que no podía continuar creciendo por el voto descontento del PP y que había tomado la decisión de hablar de los problemas reales de la gente y centrarse en paro, la vivienda o la inmigración ilegal. Querían el voto obrero. Un votante al que sus partidos habían dado la espalda para dedicarse a la emergencia climática, el feminismo radical o en servir al nacionalismo periférico. ¿Existiría, entonces, el trabajador votante de Vox? Me temo que sí y especialmente entre la gente joven.

Cuando un político de la presunta izquierda concibe su sociedad como una prolongación del campus y las reuniones de amigos como un plató de la Sexta, comienza a no entender muy bien de qué va la cosa. La ciudadanía quiere hablar de encadenar contratos basura, de los precios de la vivienda o de las carencias en los servicios públicos, pero también de ciertas situaciones que aprecian como injustas, como los que trabajan en la economía sumergida y tienen todo gratis o el encaje de la inmigración en los barrios obreros. Si la izquierda se niega a tratar temas reales, afrontar preocupaciones evidentes o, peor, condenar cualquier discusión sobre los mismos, siempre habrá alguien que se apropie de ese hueco para imponer su discurso.

Decía un personaje de Gorki que cuando el corazón no arde con llama clara se acumula dentro mucho hollín. Hay gente de la falsa izquierda que piensa que un trabajador solo queda bien aplaudiendo en los mítines o de adorno en un discurso sobre gallinas oprimidas. A lo peor, si los conoce, se pudiera percatar del por qué de su asqueroso españolismo -no quiere ser un ciudadano de segunda-, su machismo -porque cree en la presunción de inocencia-, o su desdén por la naturaleza -se ha comprado un diésel de segunda y come solomillo-. Quizá, a esta falsa izquierda postmoderna, populista, y encantada de haberse conocido en un departamento universitario, les sobren los trabajadores y la clase que representan, hoy más viva y numerosa que nunca. Siempre habrá alguien fuera de la caverna que aproveche la ocasión.

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