Tribuna

aNTONIO OJEDA AVILÉS

Presidente del Instituto Europeo de Relaciones Industriales

Triunfos que son derrotas

Triunfos que son derrotas Triunfos que son derrotas

Triunfos que son derrotas

Ha tenido que ser Tsipras el que le dijera a los alemanes una verdad como un templo, en ese estilo entre literario y economicista trufado de metáforas: "Vuestros superávits son nuestros déficits". Y aunque no estoy de acuerdo en absoluto con fórmulas mágicas como la de no pagar la deuda pública y otras similares del radicalismo mágico que bebe en las fuentes de Varufakis y Vincenç Navarro, la idea de que Alemania va absorbiendo lentamente las energías de sus socios en la Unión Europea tiene la claridad de un relámpago. No hay más que ver cómo ha ido languideciendo Francia, después de que Italia se tambaleara y, por supuesto, de que los demás países mediterráneos sufrieran una sequía financiera difícil de soportar, mientras Alemania engrosaba año tras año sus arcas. En la Unión Europea ocurre como en todos los corralitos: o todos son gallinas, o, si hay un zorro dentro, hace su agosto. El libre mercado interior favorece a los más grandes, o a los que llegaron primero, y quizá por eso también la Inglaterra del XIX defendió con tanto ahínco el libre comercio internacional cuando prácticamente carecía de competidores.

Pero no es de Tsipras ni de Alemania de quien pretendo hablar en este momento, sino de algo más cercano a nosotros. Los andaluces llevamos tiempo sufriendo las invectivas de algunos catalanes y madrileños respecto a nuestro natural indolente, al gastarnos los ahorros de ellos en nuestras tabernas, amigablemente degustando vinos de la tierra mientras charlamos de banalidades. Nuestros sistemas públicos de atención sanitaria, enseñanza o formación, a más de adolecer de graves deficiencias -esos niños sentados en el suelo de la escuela, como decía alguien- funcionan gracias a las aportaciones de las comunidades más sobrias y trabajadoras, más eficientes, como son las mencionadas.

Creo que deberíamos comenzar a plantearles la cuestión del corralito en los términos de Tsipras: vuestra riqueza es nuestra pobreza, y ese orgullo de lugar rico y eficiente que sentís se nutre del complejo de inferioridad que nos abruma al resto, y no solo a los andaluces. El último episodio de tan largo avatar, reiterado en los pasados meses, lo tenemos en la fraseología de las autoridades de la Comunidad de Madrid, primero la señora Cifuentes y después la señora Aguirre, de que a pesar de todos los puntos negros su Comunidad crece más que ninguna, genera más riqueza que ninguna, es estupenda, en definitiva. Lo que no nos dicen es que así se lo ponían a Fernando VII. Una Comunidad que acapara todos los organismos centrales de la Administración del Estado, los museos, centros de investigación y organismos centrales de todo tipo pertenecientes al entero país, y las sedes de las multinacionales que operan en todo el territorio, así como las de las empresas nacionales españolas, no es sólo que mantenga una enormidad de funcionarios y ejecutivos altamente retribuidos y que las ganancias de todo el país tributen donde reside la sede central, sino que resuelve asuntos periféricos en función de intereses que muchas veces son locales de Madrid. No es sólo que los Murillos que sustrajo de Sevilla el mariscal Soult se queden en museos madrileños cuando consiguen ser recuperados, ni que la conexión ferroviaria con Algeciras de los corredores europeos guarde el sueño de los justos, o que cuando Airbus decide radicarse en Sevilla y negocia para ello con Madrid la mejor parte de las instalaciones se quedan en esta última; es que en general la capital funciona como un gran agujero negro que absorbe la riqueza de la entera piel de toro… salvo contados casos que todos conocemos.

No voy a decir que la situación no tenga algunas ventajas. Madrid funciona como el núcleo pesado que equilibra al conjunto del hispano planeta y le presta una peculiar cohesión. Digo tan sólo que debería ser más consciente de su historia y su destino. No es una capital por derecho, como lo son Roma, Berlín o París, sino por designio sanitario de rey Felipe II, que convirtió a aquel pueblecito castellano en la capital del imperio. Se me antoja compararlo con Washington, con Brasilia o con Bonn, capitales sin historia propia que funcionan o funcionaron meritoriamente como capitales de su Estado, sin otras pretensiones eufóricas, antes bien, centradas en ofrecer un servicio lo menos costoso y más discreto posible. Me resultaría inaudito que Washington pretendiera competir, y menos aún alardear de superioridad frente a cualquiera de las otras ciudades norteamericanas, y por las mismas desearía que Madrid fuera consciente de su verdadero mérito, que es cohesionar y no dividir al conjunto del territorio que le acoge y le sustenta.

Vuestras euforias son nuestras tristezas, señoras madrileñas. Por favor, no alardeen más a costa del prójimo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios