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Algunos recordamos aún aquel viejo cartelito que solía haber en las paredes de los hospitales. Bajo una cofia blanca, rubia ella y de ojos azul cielo, una enfermera de aire nórdico se llevaba el índice a los labios y pedía silencio a quienes esperábamos la cita con el galeno.
Existe una imagen de María que atiende a la advocación de Esperanza Divina Enfermera. Pero para unos pocos, los que perdimos la fe entre otros naufragios, aquella otra enfermera del cartelito representa hoy la imagen, la iconografía pagana y también sagrada del silencio, de la necesidad de hallar el silencio.
Todo a nuestro alrededor es parloteo. Todo es guirigay. Todo es estupidez escandalosa. Ni que decir tiene que la política es la mayor corrala de gritos y zascas. Si no es la política gritona son los ruidosos bares sin encanto. Y si no son los bares es el zumbido de las redes sociales. Y si no son las redes sociales es la gente que va por la calle grabando audios casi a gritos por el móvil. Y si no es la gente vocera y maleducada es, en fin, el ruido nervioso del estrés.
Hemos leído ahora que un grupo de mujeres científicas ha descubierto los tonos que alcanza el silencio en la Antártida. En la isla Dando (o isla Dedo para los argentinos), se levanta una cima desde la que puede apreciarse el imperio del silencio blanco. Dicen estas expedicionarias que han podido distinguir los distintos matices del color blanco y, como decíamos, que han podido apreciar también los sonidos, las tonadas que tiene el silencio en este lugar en el que la soberanía de la paz alcanza una potestad fuera de este mundo.
Acaba uno de leer ahora el breve ensayo sobre el silencio escrito por el religioso e italianista Giovanni Pozzi. Se titula Tacet. El padre Pozzi traza el símil de una escalera como aprendizaje del silencio en la vida monástica. La escalera parte de la soledad. Continúa con la palabra y el silencio, hasta llegar al indecible fulgor de la contemplación. Queda, por último, lo que el maestro llama la "bajada aniquilante". Para explicarla invoca a dos mujeres místicas de antaño, la terciaria franciscana del siglo XIII Ángela Folino y la más tardía Verónica Giulani (1660-1720).
En esta misma colección de ensayos breves de la editorial Siruela apareció hace ya tiempo la aclamada Biografía del silencio del también sacerdote Pablo d'Ors. El éxito comercial de este opúsculo se explica por la cantidad de gente que aspira a la purga interior a través de la meditación. Pablo d'Ors, que es también novelista de larga travesía (sus novelas se han ramificado en trilogías, entre ellas la propia trilogía del silencio), nos explica cómo aprendió a meditar, a subsumirse en el silencio, allí donde se halla la celda, que es, como diría el padre Pozzi, el centro del hombre, el corazón que nunca duerme.
A su Biografía se han acercado creyentes y un mayor número si cabe de no creyentes. No resulta paradójico. En este mundo nuestro, como explica D'Ors, hemos construido una civilización de la extraversión. La exterioridad propiciada por el móvil y otros reclamos táctiles ha creado sobre nosotros una vasta cadena de fragmentaciones que laminan la pausa, la edificación gozosa del asombro y, por tanto, del misterio de lo minúsculo. Vivimos hacia fuera lo que restamos hacia dentro.
Leemos en su intenso librito que el silencio mismo no es otra cosa que el nombre secular de Dios. No se habla ahora tanto de espiritualidad como de interioridad. La moda mal entendida del mindfulness es en esencia una variante laica del dharma budista. El éxito de la práctica meditativa obedece al desprestigio de la religión. Y ello pese a que el propio Pablo d'Ors, fundador de la llamada Asociación Amigos del Desierto, plantea la meditación a partir de la escuela cristiana de los padres eremitas del siglo IV en adelante (la práctica del hesicasmo, con su quietismo absoluto, se convirtió en 1351 en cuerpo de doctrina para la iglesia ortodoxa oriental durante el reinado del emperador bizantino Juan VI Cantacuzeno).
Si al principio hemos recordado aquella diosa pagana del cartelito que pedía silencio, ahora acabamos evocando también aquel antiguo vídeo musical Enjoy the silence, la célebre canción del grupo Depeche Mode. Inspirado en el cuento ElPrincipito de Saint-Exupéry, el cantante, Dave Gahan, aparecía vestido de rey, mientras recorría inmensos parajes inhabitados en los que reinaba la verdadera majestad: el silencio. Sentado en una silla plegable, el rey contemplaba lo dado. Lo poseía todo en el mundo, pero él sólo quería un lugar en el que estar. Todo lo que anhelaba lo tenía ahora entre sus brazos, entre aquellos paisajes en los que el silencio era el auténtico lienzo de trasfondo.
El anhelo siempre: fundirnos en el silencio. Panta rei (todo fluye), decía la máxima de Heráclito. Pero no sólo el agua fluye y el río permanece. El tiempo fluye también, pero el silencio permanece.
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