Tribuna

JAVIER GONZÁLEZ-cOTTA

Periodista y escritor

San Fermín y el feo colorín

San Fermín y el feo colorín San Fermín y el feo colorín

San Fermín y el feo colorín / rosell

Nos hemos acostumbrado últimamente a asociar ciertas noticias con su colorín correspondiente. La revolución de la mujer se tiñe de morado por marzo, que es el mes de las revoluciones y los laxantes, como decía Sándor Márai. En Francia, durante meses, la furia de los chalecos amarillos acorraló al inquilino del Elíseo. En Hong Kong, en el Extremo Oriente, el pueblo irritado asaltó hace unos días el parlamento. La jauría lo hizo tocada con cascos amarillos para protestar por el creciente influjo de Pekín sobre su cada vez más cercada autonomía.

De Port Bou al delta del Ebro, de la Barceloneta a Sort (ese pueblo leridano de la suerte), el nordeste ibérico lo asociamos al amarillo, al fatigante simbolismo de los lazos amarillos. Como sabemos y padecemos, los lacitos recuerdan a los exiliados políticos, a los presos y mártires de la matraca independentista. De París a Hong Kong y a parte de Cataluña, uno se queda pensando en cómo ha cambiado la simbología del amarillo.

En las antiguas creencias el amarillo era el reflejo del amor de Dios, que da vida al corazón y da la sabiduría que esclarece la inteligencia (el Mitra de los persas, Vishnú para el hinduismo, Horus para los egipcios). ¿Puigdemont para ciertos catalanes? El cristianismo también asocia virtudes al amarillo. El poeta divino Isaías anuncia que quien ha de rechazar el Mal y elegir el Bien comerá mantequilla y miel, preciadas viandas de color amarillo dorado. También sabemos que el amarillo azufre consumió Sodoma, o que en la Edad Media el amarillo era el color asociado a la enfermedad, a la locura y, tiempo después, a la mentira y la traición.

Estas cavilaciones mañaneras le vienen a uno a la cabeza ante el feo colorín que estos días llena los encierros de San Fermín. Cuesta trabajo perderse en simbologías cromáticas mientras la muchedumbre corre delante de la manada a codazos y empellones. El amarillo, irrespetuoso y chillón, lo vemos a menudo en las camisetas de muchos mozos. Si fueran los únicos serían vituperados públicamente por su mal gusto indumentario.

Pero no son los únicos. Casi todos los corredores lucen sus camisetas de color flúor, naranja, azul pavo. La mayoría muestra un amplio elenco de camisolas futboleras. De ahí la croata del damero rojo y blanco, las rayadas del Atlético de Madrid, la Real Sociedad, el Valladolid, el Valencia con la senyera o la del Betis (a un asiduo con camiseta del Betis, el locutor de TVE, Javier Soriano, le reprueba casi a diario su faltona manía por correr agarrado a los pitones del morlaco). De entre todo este gran colorín, el amarillo apenas si resalta de entre la acuarela humana que corre por la Estafeta.

El potaje cromático no es más que la expresión de las razas universales que gustan probar en los encierros. Los guiris son reconocibles por sus nórdicos pelos. La americanada nunca falta por culpa del pesado de Hemigway. Hay corredores exóticos, como los negros africanos y sus bonitos trenzados capilares. Otros lucen su piel marrón, que los señala como oriundos de Bollywood.

Incluso hemos podido ver, poco antes del chupinazo, a un musulmán implorando a Alá y a las huríes. Entre tanto corredor alrededor y tanto colorín, quién sabe si estaría recordando lo que con belleza se lee en el Corán por boca de Mahoma: "Los colores que la tierra extiende ante nuestros ojos son signos manifiestos para aquéllos que piensan". No nos pongamos espléndidos. El mozo mahometano estaría imbuido en otras cuitas.

El pantalón blanco, la camisa alba con faja roja y pañuelo rojo va camino de perderse entre el feo colorín que gastan los mozos y algunas mozas. El verde oscuro de los pastores, como el de la selva navarra de Irati, nos parece un toque de paz ecológica en medio de esta piñata humana que, vista desde las tomas aéreas de la tele, parece un montón de lacasitos en frenética carrera.

Si es por seguir con las ricas alegorías paganas de los colores, el blanco en desuso nos hace recordar que es el color de la verdad eterna y la luz (desde los iranios hasta el blanco Júpiter de los romanos, siempre triunfante sobre el oscuro Plutón). El blanco y el color rojo, símbolo cristiano del Espíritu Santo (junto al azul), parecieran hechos para San Fermín si leemos el Apocalipsis de Juan: "El que venciere, ése será vestido con vestiduras blancas, y no borraré yo su nombre del libro de la vida. Entrarán en el cielo cuando hayan blanqueado sus túnicas en la sangre del cordero".

De ponernos estrictos, diremos que por San Fermín sólo entrarán en el cielo aquellos que vistan de blanco y blanqueen su atuendo en la sangre del Jandilla o del Cebada Gago, ya sea por un puntazo o cornada, leve o letal. Y si han de morir (Dios no lo quiera), pues que lo hagan de blanco, con la dignidad luctuosa de los antiguos griegos. Que San Fermín, patrón de Navarra (con permiso de Francisco Javier), ponga orden en sus fiestas.

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