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Ser padres es equivocarse
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En su popular blog Wiring the brain, el neurocientífico irlandés Kevin Mitchell, argumentaba que la transmisión de la información epigenética de padres a hijos, aquella que llevamos sobre nuestro ADN y que es adquirida como resultado de la experiencia de vida, requeriría, entre otras cosas, que las marcas epigenéticas establecidas, por ejemplo, por una determinada experiencia en un grupo de células neuronales, tendrían también que establecerse en las células germinales, óvulos o espermatozoides, las únicas capaces de “transferir sus tendencias hereditarias de generación en generación”, como postuló el embriólogo alemán, fiel darwinista, August Weismann. Además, estas marcas tendrían que resistir el borrado epigenético que ocurre en el embrión, justo después de la fertilización, y sobrevivir al remodelado epigenético que confiere durante el desarrollo embrionario a cada tipo celular su identidad. Todo lo cual, para el científico del Trinity College de Dublín, resultaba más que improbable.
Ahora, apenas unos años más tarde, sabemos, sin embargo, que esta barrera infranqueable entre nuestras células somáticas y las germinales, la famosa barrera Weismann, cuya existencia desterraba la posibilidad de la herencia de los caracteres adquiridos, parece no ser tan sólida. Pequeñas partículas recorren nuestro cuerpo transfiriendo información entre nuestras células, proporcionando así un mecanismo que cuestiona la idea ampliamente aceptada durante más de un siglo de que el germoplasma estaba aislado, protegido, del soma. Partículas que algunos asemejan a las famosas gémulas de Darwin, concebidas para dotar de un mecanismo a la herencia, pero que fueron denostadas al proveer una explicación de los mecanismos responsables de la herencia de los caracteres adquiridos. Darwin, al contrario de lo que se suele pensar, consideraba que era muy probable que un hábito adquirido indujera cambios en el sistema nervioso, y que las gémulas derivadas de las células nerviosas modificadas fueran transmitidas a la descendencia. Sabemos, además, que muchas de las huellas epigenéticas presentes en el cigoto recién formado resisten el conocido borrado epigenético que impediría su transmisión. El papel del entorno en el comportamiento de nuestros genes, de nuestras células y de nosotros, es, por otro lado, cada vez más conocido. Aunque se han identificado tres periodos concretos durante la vida intrauterina, la infancia y la adolescencia, en los que nuestro epigenoma es especialmente susceptible a distintos factores externos y experiencias como la dieta, la exposición a distintas toxinas ambientales o el estrés, sabemos que es sensible al mundo exterior a lo largo de toda nuestra vida. La formación de recuerdos, por ejemplo, va acompañada de cambios epigenéticos. La pregunta es si todas estas huellas epigenéticas que son resultado de nuestra experiencia de vida, pueden o no ser heredadas por nuestros hijos.
Muchos científicos, como Kevin Mitchell, consideran que no existen pruebas suficientes para poder afirmar la existencia de una verdadera herencia epigenética transgeneracional en seres humanos. Herencia, no obstante, bien conocida en otras especies, como en plantas y otros organismos, incluidos mamíferos. Pero si para muchos no existen pruebas suficientes, algunos ven un cambio de paradigma que justifica una actualización de la teoría imperante de la evolución. Así, a la Síntesis Moderna de la evolución, en la que es la mutación azarosa del ADN lo que genera la variación fenotípica sobre la cual actuará la selección natural, habría que añadir la variación generada por la acción del ambiente sobre nosotros en forma de huellas epigenéticas heredables, en lo que ya se ha dado a conocer como la Teoría Unificada. Entre ambos, se encuentran los que, si bien admiten que algunos ejemplos respaldarían la presencia de adaptación sin la participación de cambios en la secuencia de ADN, piensan que en el escenario actual no se está produciendo ninguna revolución y que nada hay que no esté ya recogido en la teoría darwiniana, por lo que no ven necesidad de analizar este nuevo conocimiento en relación con su posible papel evolutivo, a pesar de que, como nos dijera el gran biólogo Theodosius Dobzhansky, “en Biología nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución”. Será la llegada de enfoques cada vez más sofisticados y económicamente viables de la genómica, la bioquímica y la genética lo que podrá por fin aclarar hasta qué punto los mecanismos epigenéticos, y el ambiente, en definitiva, influyen en la vida, la herencia y la evolución.
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