Tribuna

Francisco núñez Roldán

Escritor

Murillo, un pintor mercenario

La palabra dinero está bastante proscrita en nuestra lengua. Preferimos sinónimos como pasta, guita, efectivo, tela, metálico y varios así

Murillo, un pintor mercenario Murillo, un pintor mercenario

Murillo, un pintor mercenario / rosell

U N progre hombre, conocido mío, licenciado en Derecho y andaluz por más señas, me comentaba un día que no gustaba del flamenco por la sesuda razón de ser un arte que sobre todo servía para entretener a señoritos, quienes a tal fin habían pagado a cantaores y guitarristas. No valía la pena debatir a quien mostraba tan peregrino rechazo para quienes se ganan la vida cantando. O escribiendo, o pintando, o componiendo, podría añadirse. La opinión, sin embargo, está más extendida de lo que se cree, sobre todo entre los puros y exquisitos que, ignorando las más elementales reglas de la sociedad, aseguran rechazar todo lo que se merca o trueca, incluido el quehacer artístico.

Es de imaginar que tan impolutos estetas no escucharán jamás una obra de Mozart o Bach, pongo por caso, casi todas compuestas por encargo del arzobispo de Salzburgo, el príncipe de donde fuese o el cabildo de Santo Tomás, en Leipzig. Ni que decir tiene que tampoco se habrán asomado a las deliciosas exposiciones de Murillo que está habiendo en Sevilla, con motivo de su centenario. Todo arte de encargo y pagado especialmente por la iglesia. Hasta el punto que murió de una caída del andamio en los capuchinos de Cádiz, mientras pintaba. Qué indignidad. Y de Velázquez o Goya ni hablamos, arrastrándose ante la realeza o los nobles, mendigando un sueldo circunstancial o fijo para alegrarles luego la vista y quedar estos inmortalizados a cambio de unas monedas, pocas o muchas. Qué asco, qué degradación de la pureza artística, de los cimientos de la estética. Incluso conozco escritores que dicen no hacer su oficio por dinero, contradiciendo al doctor Johnson, quien aseguraba que quien no escribía por dinero era un mentecato. Claro que otra cosa es lo de la zorra y las uvas. Al no conseguir por sus textos todo lo que creen que valen, asegurar que lo hacen por esa difusa vocación que es el llamado amor al arte.

Está claro, sin embargo, que cualquier actividad laboral humana, la estética muy incluida, requieren y merecen un pago, una merced, cosa nada humillante en aquellas tierras donde la reforma protestante no es que haya dado más importancia al dinero, sino que lo ha puesto más en su sitio. Algo que ha quedado pendiente en países como el nuestro. Desengáñense. No es que nos interese menos el vil metal que en otras latitudes. Es que somos más hipócritas y pretendemos que no nos preocupa tanto. Pero váyanse ustedes a temas de herencias, compraventas o divorcios entre nuestros paisanos, que se van a enterar de la filantropía que nos adorna.

Recuerdo que en Inglaterra era de lo más normal hacer relajados comentarios en público sobre números referidos a los sueldos entre el profesorado. Admito que yo, recién llegado desde estas muy desinteresadas tierras, me sorprendía ante la desnudez de aquellas conciencias que comentaban sin tapujos sus cuitas sobre temas que aquí solo se desahogan con los muy íntimos y con la almohada. Y sin embargo, he acabado pensando que de ahí nuestra referida hipocresía, que yo tomaba por virtud, emboscada en un silencio y disimulo que pretenden la inexistencia de nuestra preocupación por ese dios visible, como llama Shakespeare al dinero. La misma palabra, por cierto, está bastante proscrita en nuestra lengua. Preferimos sinónimos como pasta, guita, efectivo, tela, metálico, y varios así, que envuelven la palabra dinero entre otros sustantivos menos denigrantes, al igual que para hablar de cáncer o muerte, los otros dos tabúes, se dice una cosa mala, algo malo, o cuando fulanito ya no esté, cuando falte, cuando se haya ido. Cosas así que incluyen y suponen el mal, pero hacen creer que no lo nombramos del todo. Últimamente, la pobretona palabra barato ha caído también en desgracia. Se dice más conveniente, más económico, más ajustadito de precio, y así, pero jamás oirán ustedes esa palabra que a lo que se ve indica miseria, cuando no pura mendicidad.

Pues aunque pintara por dinero, como Rubens y el Greco, entre otros, que por cierto llevaban existencias fastuosas, vayan a ver a ese pintor mercenario nuestro. Pintor que, como los cantaores de flamenco, como Mozart y Bach, vendió a buen precio su arte, lo único que sabía hacer para ganarse la vida. Ese Murillo que tanto gustó al canalla del mariscal Soult, quien ya podía haber compartido los escrúpulos monetarios contarreformistas de mi conocido. No nos habría despojado de tantas de sus pinturas cuando vino a hacernos más felices, quisiéramos o no, y cobrando en especie por ello.

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