Tribuna

josé antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología

Monarquías

La nostalgia monárquica existe. La he visto ante las tumbas de los Romanov; la he palpado en el antiguo Imperio Austríaco; la he corroborado en la capital del sultanato otomano, Bursa

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Monarquías / rosell

La realeza hereditaria tuvo su momento estelar entre los siglos XV y XIX. Antes muchas monarquías eran electivas, surgidas del acuerdo entre los notables; el rey era sólo un primus inter pares. La herencia genealógica las ordenó y les confirió en Europa autoridad, ya que su legitimidad ahora era divinal. Para darles fuerza argumental, la teología política bajomedieval distinguió entre los dos cuerpos del rey: de una parte, el cuerpo físico, humano, que fenecía como el de cualquier ser; de otra, el cuerpo místico que encarnaba al Estado y su continuidad. "El rey ha muerto, viva el rey", era la fórmula que indicaba el paso de la muerte física a la mística estatal encarnada por el monarca.

La naturalización de las monarquías llevó a que los príncipes del mundo se viesen como una suerte de falange que guiaba a la Humanidad. Marco Polo podía ver en el Gran Kan lo mismo que en los príncipes italianos: la encarnación de la autoridad. Hernán Cortés veía un igual del rey de España en Moctezuma. No cabe extrañar que la historia de la Humanidad estuviese reducida, cualquiera fuese el lugar del planeta, a una sucesión de seres fuera de lo común intermediarios entre ella y el mundo de lo fabuloso. Estos reyes, además, eran taumaturgos; es decir, curaban enfermedades por contacto mágico.

Si la revolución inglesa del siglo XVII no acabó con la monarquía, llegando tras la muerte de Cromwell, encarnación del republicanismo, a una suerte de pacto "constitucionalista", la francesa de finales del XVIII terminó con cualquier veleidad de acuerdo al conducir al cadalso a Luis XVI. El hecho de cortarle la cabeza al rey tuvo un impacto brutal, dando lugar al "gran miedo". El pueblo menudo, confuso, veía signos inequívocos de grandes desgracias por haber sido cómplices de un magnicidio insospechado. Los bolcheviques a su vez fueron conscientes de que dejar con vida a los Romanov tendría el efecto perverso posterior de cuestionar todo el edificio revolucionario, y decidieron eliminarlos. El Imperio Austro-Húngaro cayó casi a la par, y el sultanato turco fue abolido igualmente como consecuencia de la primera Gran Guerra. Las monarquías europeas iban capitulando tras sus maquinarías belicistas, que en el pasado fueron guerras comedidas y ahora eran monstruosas. Una de las últimas monarquías en rodar fue la de los Saboya, acusados de estar coaligados con el fascismo; en los ayuntamientos italianos una placa suele recordar el resultado del referéndum republicano de junio de 1946.

Esta caída generalizada de las monarquías tiene que ver con lo que se ha dado en llamar el "fin del mundo de lo maravilloso". Toda componenda democrática, y por ende racionalista, afecta a lo más sustancial de las monarquías, a menos que estas sean electivas, como en el pasado, o republicanas, como en los ensayos napoleónicos. Las repúblicas lo han tenido difícil, por su lado, para competir simbólicamente con la potencia de las monarquías. Hace muchos años me preguntaba, a la vista de una vistosa ceremonia de la guardia republicana en el Parlamento francés, cuál era más monárquica, si la república francesa, encabezada entonces por el áulico Mitterrand, o la monarquía española. Hace escasos días, para reafirmar esa visión, en la embajada de un país extranjero republicano vi extasiarse a un grupo de diplomáticos e intelectuales ante el cuadro de un mítico rey de su desaparecido reino, y no era la pintura en sí lo que los abducía.

La nostalgia monárquica existe. La he visto ante las tumbas de los Romanov en San Petersburgo; la he palpado en el antiguo Imperio Austríaco, sobre todo durante última guerra balcánica, cuando se echaba de menos el federalismo Habsburgo; lo he corroborado en la capital del sultanato otomano, Bursa.

En África, los nuevos estados descolonizados integraron de alguna manera a los reyes pretéritos. Según el antropólogo Luc de Heusch, autor de un portentoso libro titulado El rey ebrio o el origen del Estado, el monarca en tierras africanas era invitado a pecar al inicio de su reinado. Sobre todo a través del llamado "incesto real". Mientras la sociedad marchaba bien, la monarquía era asociada a la prosperidad y nadie recordaba aquella transgresión. Pero cuando la sequía, la enfermedad u otros males acosaban, entonces se dirigían al monarca recordándole sus crímenes y pidiéndosele que de buenas o malas ganas se marchase, puesto que ya no era capaz de dar continuidad al bien colectivo.

Llegados a este punto, a nadie se le escapa la dificultad de quedar atrapados en debates superficiales, sin sustancia. Los maquiavelos de nuestro tiempo debieran dar con soluciones ajustadas preguntando a quienes sepan del tema, antes de que hablen las entrañas. Ni más ni menos.

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