Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez-Villegas

Abogado

Mirar hacia arriba

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Mirar hacia arriba

Paseando por nuestras calles, desacostumbradamente despobladas en estas fechas, no podemos sino rumiar estas chocantes sensaciones que han colonizado el común espacio vital desde hace ya demasiado tiempo. Los implacables espejos de la madriguera íntima nos han hablado. Han devuelto el resultado de ese forzado ejercicio de introspección al que todos hemos sido conducidos sin haber sido preguntados. Ignorantes conscientes, nos habíamos acomodado en livianas actitudes. Relegamos tonalidades y matices al lugar más recóndito del personal territorio privativo. Preferimos disimular aquellos bajo tupidas alfombras impregnadas del polvo de nuestras existencias.

Que éramos seres sociales por naturaleza ya nos lo descubrió Aristóteles. Aunque necesitemos vernos diariamente en el espejo, nuestro ámbito individual encuentra sentido en la comunidad, en la relación concordante, en la coexistencia. Pero una experiencia común, como la que venimos viviendo, zarandea tan brutalmente el ámbito personal y colectivo, que podríamos empezar a vislumbrar la fatiga del material en las grietas que el sismo ha ido produciendo. La Humanidad ya ha experimentado el agresivo impacto de pandemias y, en todas, levantaron tempranamente el vuelo los pájaros negros del miedo, el egoísmo, la ignorancia, la sinrazón o la inconsciencia. Mas, también con las crisis, despiertan nobles valores que nos hacen conceder una prórroga a la esperanza, a la raza humana. Porque hemos podido apreciar en directo -Gracias a la potencia de la comunicación de la aldea global actual- que, en estos momentos, la amenaza concierne a todos, por encima de fronteras, de etnias o de condiciones particulares. Aunque Sartre insistiera en que el infierno son los otros, su existencia, su recurrencia ineludible, nos obliga al entendimiento, a la consideración común de los retos, que son de todos sin excepción porque estamos inexorablemente juntos.

Hoy, deambulando por ese territorio urbano un poco más lentamente que de costumbre -acaso movido por una remolona necesidad de paladear el descascarillado tiempo que tan esquivamente nos vacila y sacude-, he mirado a muchos ojos que topaban en mi trayectoria. Todos asomándose al balcón de esas inevitables mascarillas adheridas a nuestros rostros sin una fecha de caducidad cierta. Me he entregado a un ejercicio prestidigitador en el que he recompuesto fisonomías desconocidas, reordenando idealmente la realidad. Como un demiurgo en zapatillas de deporte, he concebido armónicas caras, desplegando una pinturera creatividad, detergente de hastíos. Pero, he pensado, después de la pirueta, que el reconocimiento del otro, de la diversidad, no puede construirse desde la esquina de nuestra subjetividad. La interacción sobrevuela la realidad del archipiélago humano. No es lugar ni tiempo de nociones simplificadoras, totalizadoras y homogeneizantes, orladas de prejuicios. No es posible construir sobre obstinaciones ni terrenos relativos, sino sobre certezas y espacios firmes.

Alojados en un vértigo retador, que nos ha refugiado involuntariamente en un sótano de aburridas paredes, estamos acostumbrándonos a ver más lejos a los otros. Si las sombras nos intimidan, las negamos. Nos complacemos en una impostura clandestina, solazándonos en nuestras pequeñas certezas insustanciales, a las que nos agarramos como si nos fuera la vida en ello. Quizás nos vemos tentados a renunciar a esas causas que advertimos ahora tan por encima de nuestras cabezas, que, habituados a mirar al suelo, nos cuesta levantar los ojos. Precisamos cielo.

En ese pedazo de acción psíquica involuntaria que son los sueños delineamos con inestables trazos mapas de inconsistentes fronteras. Las banderas parecen -para algunos- asideros de seguridad, mientras la vida -inasible e ignota-, nos pasa por las narices, jactándose de tanta estupidez.

Nos ha tocado, ahora, viajar en pijama. Antes, portábamos nuestras maletas llenas de esperanza y de imprecisos deseos por mirar de frente lo nuevo y lo lejano. Ahora, las hemos reemplazado por vacío en las manos. No hay tierra en este camino, solo embozados miedos y sombras solitarias.

Necesitamos una infantil mirada, despojarnos de un peso que nos ha lastrado como nunca habíamos imaginado. Más que nunca, hemos de reencontrarnos. Precisamos, por una parte, abrir las ventanas para ventilar la casa de tanta hostil presencia enrarecida que nos ha hecho difícil la respiración; por otra, espantar las hogareñas quimeras. Miremos hacia arriba. Me he acordado de lo que decía don Antonio Machado: "Confiamos en que no será verdad nada de lo que pensamos".

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