Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

Miedos y excesos

Y ahora que hablo de Navidad, sale a la palestra Raphael y sus campanilleros, que siempre tienen un hueco en las tardes de anís y polvorones

Miedos y excesos Miedos y excesos

Miedos y excesos

Hay mañanas de invierno que son duras, cuesta abandonar la cama. Y no sólo es el frío, escapar de ese calor, solitario o compartido, que hemos creado durante la noche. Es más que el frío. Son los días, la luz (su ausencia), los recuerdos, las fechas, la incertidumbre, el dinero, el trabajo, el próximo trimestre, el resultado de una prueba médica, qué sé yo, son demasiadas las cosas que provocan que nos cueste abandonar la cama. También hay mañanas de esas en primavera y en otoño, pero no parecen tan duras, tan ingratas. Por suerte, dura poco esa sensación, basta con… eso, con lo que sea, con pensar en el viernes, el sábado, o aquello que hicimos, o ese viaje, lo que sea, cada cual tiene su propio antídoto. Yo lo fío todo al amor, sí, al amor, en este tiempo sin amor, o con poco amor. Nos cuesta hablar de él, reconocerlo, condecorarlo como se merece, porque el amor es, y siempre lo será, el que más batallas ganas. Demasiadas batallas, y la mayoría encarnizadas. Al otro lado, el sentido negativo de la pila: el rencor. Esa gasolina que compramos a bajo precio, y que no dejamos de consumir.

Y lo curioso es que el rencor requiere de esfuerzo, no es un sentimiento gratuito. Como el fuego, hay que mantenerlo vivo. Un esfuerzo miserable. Pero olvidemos el rencor, y no porque llegue la Navidad, aunque también, por calidad de vida. Agradezco que estos días las calles se llenen de luz -a pesar del precio de la electricidad- en este tiempo, que sean un pequeño antídoto en el que aferrarse. Soy muy fan, idolatro, a todas esas familias que decoran sus terrazas, sus ventanas, con luces de Navidad, para compartirlas con todos nosotros. Una hebra de esplendor en mitad de la oscuridad. Un gramo de calor, de color, en el frío negro. Por la mañanas, muy temprano, se agradece encontrar esas luces en mitad del camino. O en esas noches de vaho y suspiros.

El invierno me entristece, y tal vez por eso adoro la Navidad, como ese oasis que me ofrece agua en mitad del desierto. Muchas veces me reprochan: qué exagerado eres, qué harías si vivieras en Noruega o en Finlandia. No lo sé, la verdad, he nacido y vivo aquí. Seguramente no podría vivir en Noruega, o sí, pero sería otra persona. No sé. Lo único cierto es que la Navidad la tenemos a la vuelta de la esquina con su lotería, sus reuniones familiares, sus ausencias y sus empachos, no sólo alimentarios. De todo nos cansamos, todo nos empacha, hasta eso que tanto nos gusta. Se acabó de tanto empacharnos, podría decir una versión de esa canción que la Jurado cantaba como nadie. Y es que la Jurado cantaba como nadie la mayoría de las canciones.

Y ahora que hablo de canciones, en Navidad sale a la palestra Raphael y sus campanilleros, que siempre tienen un hueco en las tardes de anís y polvorones. Que sí, que pueden llegar a ser muy tristes estas fiestas, por muy diferentes motivos, pero que más tristes serían los inviernos sin Navidad. Yo no lo quiero imaginar, como tampoco me quiero imaginar viviendo en Noruega o en Finlandia, por muchas bondades que me cuenten en una tabla de Excel. Hay contabilidades que el corazón no comprende.

Como esas luces que algunos vecinos nos regalan, esas luces que combaten a la oscuridad, también asoma en estos días nuestro mejor lado, o ese lado que tanto nos cuesta mostrar. Un gran ejemplo es el Menú Solidario del colectivo Cocinillas, en Córdoba, que muchos podrán entender como una gota, pero que no deja de ser un océano de solidaridad. Aguas que debemos agradecer, y ojalá colaborar, porque la causa no puede ser más noble. Más océanos así, un millón, en los que lanzarnos a nadar en busca de un verano cálido y acogedor, que no es sólo una estación. Bolsas de agua caliente en las frías mañanas de invierno cuando, todavía en la cama, te piensas poner los pies en el suelo y comenzar un nuevo día. Y al final los acabo poniendo, por inercia o por contradecir a todo eso que te frena, y que siempre es circunstancial, coyuntural, contractual, alguna de esas palabrejas. Dicen que la Navidad es tiempo de excesos, y ojalá lo fuera aún más. Y si se nos activa por estas fechas la solidaridad, el amor, la simpatía o la generosidad, que lo fuéramos aún más, que esos excesos no dejan resaca ni te reclaman un Almax de madrugada. Esos excesos a los que nunca deberíamos renunciar.

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