Tribuna

manuel bustos Rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

Mayo del 68

Mayo del 68 Mayo del 68

Mayo del 68 / rosell

Fueron días de vértigo. A través de la pantalla en blanco y negro del televisor llegaban escenas de enfrentamientos en París, en el corazón del Barrio Latino, entre policías y jóvenes airados, de coches y neumáticos ardiendo y barricadas. Semanas después se incorporarían imágenes similares procedentes de otras partes de Europa y Estados Unidos. Se trataba de un fenómeno global.

En España, las movilizaciones, mucho más reducidas, se concentraban alrededor de la universidad, si bien su contenido era muy distinto. Allí se esgrimían eslóganes un tanto filosóficos, metafísicos incluso ("tomad los deseos por realidad", "la barricada cierra la calle pero abre el camino" o "el acto instituye la conciencia"); en nuestro país, en cambio, se pedía libertad. Era mayo de 1968, y el estallido que veíamos no era sino la punta del iceberg: ríos subterráneos, entonces apenas reconocibles, corrían bajo los acontecimientos, sacudiendo incesantemente la superficie.

Se trataba, por lo que vino después, hoy se ve con claridad, de una revolución cultural, en el más amplio sentido de la palabra. De alguna manera, había comenzado la posmodernidad. Y aunque percibiéramos que algo profundo ocurría ("estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo", cantaba entonces Paco Ibáñez), nadie podía ponerle un nombre exacto. Nos faltaba la perspectiva temporal.

Sin embargo, en los 60 vimos en escena cambios paradójicos e inesperados: las vestimentas y comunas hippies, el rechazo de instituciones y autoridades, un pacifismo que admiraba a la vez al Che Guevara y Ho Chi Min, un sexo cada vez más desinhibido, vestimentas y portes personales rompedores, músicas estruendosas, misas a ritmo de guitarras,... Era como si el mundo que conocíamos cediese en favor de otro emergente, cuyo sentido no atisbábamos aún.

A pesar de las crisis y conflictos, algunos de peso, como la Guerra Fría y la de Vietnam, los asesinatos de Kennedy y Luther King o la Primavera de Praga, un confiado optimismo recorría Occidente coincidiendo con el cambio generacional. Las canciones de los nuevos grupos musicales que tanto proliferaron entonces lo mostraban en sus letras: un canto a la felicidad, el amor, la libertad. La sufrida generación de la Guerra era sustituida por la del baby boom, mimada y acomodada, de la posguerra.

Pero ese alegre y festivo movimiento llevaba consigo una profunda carga individualista y desvinculadora: destruía autoridades, convicciones, modos de vida y limitaciones morales. Creía poder hacer tabla rasa, construir un mundo y un hombre nuevos, diferentes a los de los padres y abuelos; erigir una especie de hombre-Dios capaz de una nueva creación. En realidad resurgía, bajo nuevas formas y sin las trabas del pasado, la vieja utopía modernista: construir con las fuerzas propias el Paraíso, aquí y ahora. Declarar el estado de felicidad permanente, en un mundo sin Dios ni vínculos, según cantaba Moustaki en su Déclaration.

Pero las guerras no han cesado, el ser humano sigue siendo frágil, limitado y capaz del mal. Eso sí, la experiencia de 68 impulsó el cambio de los pilares sobre las que se sostenía la cultura precedente. Los partidos de izquierda tradicionales fueron rechazados en nombre del espíritu libertario y de los marxismos de nuevo cuño (Mao, Ho-Chi-Min, Castro y el Ché), a través de una mezcla contradictoria e imprecisa de ideas. Cada vez era más difícil explicar la Historia desde los presupuestos de la lucha de clases, pensar en el Estado burocratizado como talismán que todo lo resuelve o pedir a los militantes una vida austera y exigente al servicio de la causa. Lo que ahora triunfaba era esa odiosa filosofía burguesa individualista de la búsqueda del placer en todos los ámbitos, y el giro progresivo hacia determinadas ideologías.

De mano de la exaltada libertad sexual, la difusión de los anticonceptivos, la lucha por los derechos de la mujer y las tesis de algunos intelectuales (Reich, Beauvoir, Foucault, Sanger, Marcuse, etc.), el feminismo radical desarrolló una de las más activas teorías: la ideología de género, cuyos progresos fueron rápidos, amenazando a día de hoy con convertirse en la dictadura sustitutoria de la proletaria. La lucha contra la burguesía se transformaría en la de la mujer contra el varón. Aquella convertida en la nueva fuerza liberadora y este en reducto de la opresión patriarcal que rige la historia desde sus orígenes.

A imitación del marxismo clásico, utilizando subterfugios seudocientíficos y cambios en el lenguaje usual, su estrategia de ingeniería social se concentrará en la negación de la naturaleza y la beligerancia contra la familia y la vida naciente, intentando así conformar un modelo antropológico y social que, a semejanza del comunismo, habrá de producir sin duda mucho sufrimiento antes de fracasar. En su condición de cambio liberticida, dicha ideología se ha convertido, junto a la crisis de autoridad, en un legado muy significativo y duradero del 68.

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