Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez-Villegas

Abogado

Kairós

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Kairós

Aunque ya no somos unos recién llegados a este siglo XXI, aún nos sigue pareciendo mentira que la ya no tan nueva centuria nos enfrente -de una manera atropellada- a un proscenio continuamente cambiante, a una sucesión loca de hechos, muchos de ellos descabellados e incomprensibles. Cualquiera de estos, antaño, hubiera llenado colmadamente muchas páginas de la Historia. Hoy, cuando aún nos estamos mirando perplejos ante la última noticia, ya tropezamos con otra nueva, las más de las veces tronante y pronta para lacerar o turbar nuestra realidad, desorganizando nuestras certezas, interrumpiéndonos la digestión de aquella y dejando, otra vez, el desconcierto en nuestras miradas.

Como nunca, nos vemos obligados a conjeturar, porque, sometidos a esta nueva tiranía del vértigo, lo enfrentamos sin el reposo preciso para que nuestros limitados aparatos sociales puedan rumiar las contiendas y desafíos que diariamente golpean nuestros espacios.

Ahora, nadamos en la ancha corriente de alta mar, desconfiados ante la nueva amenaza al acecho. Cada uno, como puede. A veces, dejándonos simplemente flotar, en la creencia de que es poca cosa la criatura humana para pugnar con esos dioses tornadizos y veletas que se empeñan en poner a prueba constantemente a unos bípedos dramáticamente efímeros. Mientras, ante lo desconocido, algo antiguo: ponerles cara a enemigos que, objetivados subjetivamente, aplacan nuestra atávica necesidad de materializar lo hostil, lo diferente. Magnífico humus para sembrar y hacer crecer la planta de la heterofobia. Un miedo al otro, animal, amargamente afilado e incisivo que malquista y sofoca la fe fraterna. Miedo que se viste con el traje del odio, como, tristemente, nos recordaba el poeta Luis Cernuda al evocar al amigo perdido: "La realidad más honda de este mundo: el odio, el triste odio de los hombres".

Ayer, en una ciudad europea, contemplando en su pantalla la mareante vomitona de noticias, un ciudadano común sentía -mientras apuraba su café- la sensación de desasosiego que sacudía desde su estómago. Las amenazas se han instalado a la puerta de su confortable casa. Intenta que las tribulaciones nuevas no perturben en exceso su ánimo, pero siente miedo ovillándose en su mundo.

Bastante más al sur, una lancha neumática de una fragilidad que acongoja, sobre todo al verla repleta de personas que hunden sus cabezas atemorizadas, eludiendo miradas. Partieron ya anocheciendo, mientras que la patrulla marroquí miraba sin verlos. Algunos pequeños -en brazos de sus madres- lloran sordamente, quizás sobrecogidos por un silencio que deja oír el ruido del mar. Hace frío. Sus ropas, livianas y húmedas no les sirven de mucho. Todos tiritan. Han renunciado al paisaje de sus afectos y -pensando en su nueva vida- se juegan la que tienen hoy, a sabiendas de que la apuesta es absoluta. Su espanto estremece.

En una habitación ganada apresuradamente al espacio limitado de un hospital, un ser humano sufre. La maldita pandemia ha terminado por convertirlo en víctima, enfrentándolo al dolor de la enfermedad y la angustia que le abisma en la nada de la muerte.

Todos humanos. Todos finitos. Todos sustancialmente iguales en la debilidad. Todos sufrientes y perdedores ante la implacabilidad de la existencia, aunque queramos creer que en la oscuridad existe la luz. Hablaba el maestro Fernando Aramburu de la utilidad de las desgracias, contándonos que llorar juntos une a los hombres acaso con más fuerza que la comunión de ideales y creencias.

Estas crisis continuas, inagotables, han dejado expuestas al aire las costuras de nuestros sistemas democráticos, antes prestigiosos y admirados como inquebrantables. Nacidos de otras crisis, parecían haber aprendido de los errores. Hoy, apreciamos su insospechada vulnerabilidad. Distinguimos en estas democracias un lastimoso tinte irisado de recelos, desafectos y distancias. No es inútil, por ello, apelar a una inteligencia colectiva que vertebre sistémicamente su arquitectura impregnada de valores humanos que partan de la unicidad de un mundo común.

Los sofistas griegos acuñaron una definición del Kairós: el momento adecuado para hacer algo, diferente del Chronos, el tiempo secuencial. Quizás ahora corresponde ese punto de inflexión, el momento trascendente de una sociedad dinámica, generosa y mejor de lo que nos muestran sus redes sociales, sus políticos o elementos aparentemente representativos, para asumir una opción nueva, un cambio social, continuador de esa línea de humanidad plena de valores que hizo sobrevivir a sus miembros desde un sentido solidario y fraternal que destruya muros y distancias.

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